Wednesday, July 18, 2012

El vaquero enaltecido

El pasado 22 de junio se inauguró una exposición en la galería Divus (Praga) a propósito del Libro Vaquero titulada The Good, The Bad & The Sexy, curada por mi estimada amiga Marisol Rodríguez, a quien pueden seguir acá.






Marisol tuvo a bien pedirme un texto en torno al LV con ocasión de esto.




Por el puro gusto, lo comparto a continuación (es un poco extenso).


***


     
El vaquero enaltecido

Algunas veces permitirás que el dinero interfiera
con tus nociones sobre lo correcto.
Charles Portis, True Grit

La historieta del Libro vaquero, hoy una marca propiedad de HeVi editores, ha sido reconocida principalmente por el alto tiraje que posee y la historia de “éxito editorial” que representa en México. Actualmente vive, debe decirse, de glorias pasadas, cuando además de este título se publicaba en tándem El libro semanal, Frontera violenta, Novela policíaca, Policíaco de color, Joyas de la literatura (que aunque llegó a adaptar el Decamerón y clásicos shakesperianos, principalmente adaptó novelas decimonónicas) y Hombres y héroes.
            Se conoce la cifra: semanalmente, circulan alrededor de 400 mil ejemplares en la República. Un número admirable incluso cuando se le compara con el tiraje de su mejor momento: durante la década de 1980 alcanzó a tirar 1.5 millones de ejemplares semanalmente. El formato (un libro de bolsillo de 13 por 15.5 centímetros, coloreado en computadora, producido a maquila) tuvo tal éxito que pronto aparecieron imitaciones como Hazañas vaqueras, Joe Treviño, El libro del oeste, La ley del oeste justiciero y las sobrevivientes La ley del revólver, El solitario y El pistolero, sin contar, por supuesto, la ingente cantidad de títulos pornográficos y “sensacionales” que finalmente saturaron el mercado en la década de 1990 (hoy, por cada título de El libro vaquero, los puestos de periódicos exhiben otros quince de formato similar, pornográficos).
            La saturación ha llegado a tal grado que por “libro vaquero” el público en general entiende que se habla de historietas sensacionalistas, violentas y pornográficas. “La penetración” (es el término utilizado) que tiene el formato en el lector mexicano de a pie es bien conocida (pueden consultarse cifras en hevi.mx). Tanto así, que el gobierno mexicano ha comprado el servicio de publicaciones a la medida a través de los cuales ha publicado guías para el emigrante (una incitación a la migración, de acuerdo a los Estados Unidos de América), apologías de proyectos de PEMEX como la cuenca petrolera del complejo Chicontepec, en Veracruz o El vaquero de Sonora, la “verdadera historia” del empresario y político priísta Alfonso Elías… Una aclaración al respecto es necesaria. El libro vaquero es una publicación independiente de los servicios editoriales que ofrece la casa editorial que lo pone en circulación, y está lejos de ser un producto pornográfico. No por ello, empero, deberíamos caer en el oxímoron de llamarlo un “clásico popular”, como algunos entusiastas lo han llamado: es claro que es un producto comercial, marcado por su mercado. Aunque podemos admirar la estética de sus llamativas portadas, que beben del ethos de las viejas revistas pulp norteamericanas, debe decirse que la intrínseca relación que tiene este tipo de historieta con el mercado es congruente con la historia del género al que pertenece, el western. Este género popular, como la mayoría de los subgéneros, ha encontrado en sus constricciones y bien establecidas normas un campo para el despliegue de la producción creativa, alcanzando cimas en la obra literaria, por ejemplo, de Cormac McCarthy, Charles Portis y bastante de lo que en México se conoce como la “novela de la revolución”, desde las obras de Martín Luis Guzmán, pasando por Cartucho de Nellie Compobello, el Pedro Páramo de Juan Rulfo o ciertas obras de Daniel Sada. Obras, en suma, que han poblado yermos páramos violentos con una atención al lenguaje inusitada y compleja, así como, en algunos casos, un humor desternillante.
            Sería, empero, faltar a la realidad llamar al Libro vaquero una cima de la literatura. Pero ello no supone que no debamos prestarle la atención debida.
            Aquí el argumento de Éxodo de pistoleros, el número 1525 (año xxxii) del Libro vaquero: Samantha Lissner, una prostituta que ha alcanzado cierto nivel social a través de dinero ahorrado, contrata a una serie de pistoleros para cazar al bandolero Paul “Epitafio” Cody. Los pistoleros contratados, a lo largo del relato, se eliminan entre sí a través de una serie de demostraciones de bravuconadas y ambiciones desmedidas. Cody, en cambio, se ha reformado. Ha visto suficiente sangre. La última persona a quien asesinó fue al hijo más joven de Lissner, mientras éste intentaba vengar a su hermano quien, claro, también había muerto, tiempo atrás, bajo el revólver de Cody. En el pequeño pueblo al que el pistolero reformado se ha retirado se enamora de Jenny Dumas. Atención: el enamoramiento entre ambos personajes ocurre cuando Cody descubre que el hermano de Jenny, Ralph, la golpea. Ahora bien: es el hermano de Jenny quien finalmente entrega a Paul ante Lissner. En el ínter, Ralph asesina a su hermana. Cody mata, consecuentemente, a Ralph. Finalmente, Lissner y Cody se matan entre sí. De tal forma, como si fuera una tragedia griega, al final del relato de apenas 96 páginas, todos los personajes han muerto.
            Esto, claro, es lo que se conoce como un melodrama. Un género que ha sido explotado hasta el cansancio en el producto popular más importante (por su presencia mediática), en México: las telenovelas que, hasta el día de hoy, han sido transmitidas por Televisa y TvAzteca, las únicas televisoras de México. Sus productos constantemente reseñados por el proyecto editorial más relevante (de nuevo, por su alcance) de México: TVyNovelas.
            Un melodrama, en la Grecia antigua, era una pieza dramática acompañada por música. Es decir: una obra en la que los aspectos patéticos (de πάθος, pasión) eran enaltecidos por un elemento externo a la narración. ¿Cuáles son las pasiones que generalmente son enaltecidas en un melodrama? Las tristes: avaricia, lujuria, venganza, rencor… Así, en el caso particular de Éxodo de pistoleros, una historia de amor zanjada por una historia de venganza se ve enaltecida por el género particular en el cual se ha visto enmarcada: el western.
            ¿Es el western el subgénero más pobre en el horizonte de subgéneros? No nos apuremos a afirmarlo, la salud de un subgénero a menudo está acompañada por las sopresas que ofrece cuando hemos decidido pasarlos por alto. La novela negra y de detectives ha sido celebrada en gran parte por el despliegue de juegos lógicos que algunos de sus autores alcanzaron, así como por la elasticidad que tuvo el género ante una serie de reformadores: de las crestas que representaron Poe, Chesterton, Agatha Christie o Arthur Conand Doyle, el género se mudó, saludablemente, hacia la novela hard boiled emprendida por Raymond Chandler, Cornell Woolrich, Dashiell Hammet o Erle Santley, amén de sus múltiples adaptaciones en medios masivos (por no hablar de las cimas literarias del siglo xx que retomaron algunos de sus tópicos, como las novelas de Samuel Beckett, o el tratamiento que autores contemporáneos como David Markson o John Banville hicieron del género).
            Puede dibujarse de la novela de crimen una rama que proviene de la novela de gótica y de la rica literatura fantástica para llegar al relato de terror extraño (en el que Poe también tuvo un lugar seminal, así como H.P Lovefract, Machen o Blackwood).
            No hablemos, en fin, de la ficción prospectiva o de ciencia ficción, quizá el lugar más fértil para la literatura utópica (como lo muestra incluso la narrativa rusa contemporánea) que, a la fecha, continúa dominando el ideario popular a través de distintos medios masivos.
            Pocos subgéneros han sido tan tautológicamente definidos como el western. Esencialmente, se trata de una historia relatada en el oeste. Con mayor precisión, en el viejo oeste, es decir, en un periodo de tiempo que abarca, aproximadamente, desde la Guerra Civil norteamericana hasta los albores del siglo xx. La definición también supone un marco geográfico, a saber, desde el oeste del río Misisipi hasta el norte del Río grande. El género fue popularizado por el cine norteamericano (en obras de realizadores como John Ford, Howard Hawks o Sam Peckinpah) que prácticamente nació con él. Como es bien sabido, Asalto y robo de un tren, de 1903, fue el primer filme en América que presentó un arco narrativo, lo cual no deja de ser significativo pues supone, para decirlo pronto, el nacimiento de una identidad nacional, marcada por la confianza en el progreso, el individualismo y la salvación a través del trabajo.
            Por supuesto, el género ya existía antes de que fuera masivamente popularizado por el cine, como una especie de obra literaria testimonial que explotaba “leyendas vivientes” (figuras como Búfalo Bill Cody, por ejemplo) pero también en obras como la de James Fenimore Cooper (admirado, a su vez, por otro escritor que también fue decisivo para la novela decimonónica, Balzac). La pericia de Fenimore Cooper consistió principalmente en alterar los escenarios de las novelas europeas de la época para colocarlos en escenarios americanos. Cooper retomó la siempre problemática noción del salvaje noble, principalmente en El último de los mohicanos, cuya pareja dispareja conformada por el cazador blanco y el indio Chingachcook, prefiguraría las relaciones fraternas de, por ejemplo, el Llanero solitario y su compinche Tonto, de Francis Hamilton Striker, u Old Shatterhand y Winnetou, de Karl May).
            Incidentalmente: El último de los mohicanos se adaptaría al cine en 1992 por Michael Mann, como parte de la patada de ahogado que viviría el género a principios de la década de 1990 (que también vio Danza con lobos, en 1990, y Unforgiven, de 1993). Aunque la televisión acabó con el boom del western en el cine de los Estados Unidos, a finales de la década de los cincuenta la programación norteamericana tenía al menos 10 títulos que eran del género –por no hablar de su presencia en otros medios de menor alcance, como el cómic, o las posteriores bastardizaciones que, inevitablemente, también terminarían por llevar, una vez más, a las masas de vuelta al cine (esencialmente, el spaghetti western, en la década de los setenta, y que sería responsable de encumbrar a la última estrella del género, Clint Eastwood).
            Fue en la década de 1990 cuando me percaté por primera vez de la existencia del Libro vaquero. Ciertamente no fue la primera vez que escuché de ellos y seguramente tampoco la primera en que los vi (como he dicho, su presencia en los kioscos de periódicos mexicanos ha sido, al menos a lo largo de mi vida, prácticamente omnipresente) pero sí fue cuando les presté atención. Estudiaba apenas mi segundo año de preparatoria y algo similar a una especie de conciencia, acompañada de las primeras punzadas sexuales dirigidas, se apoderaron de mí. Me encontraba, recuerdo, en algo que en mi escuela se llamaba “asesoría académica” (una entrevista con nuestro tutor particular donde se revisaba nuestro progreso escolar) cuando una serie de historietas emergió del cajón de mi profesor de preparatoria. Mi maestro de lógica y ética, a saber. He olvidado de qué hablábamos pero recuerdo que me las mostró como una especie contraargumento –estábamos, seguramente, discutiendo sobre la noción de alta y baja cultura. De tal modo, me doy cuenta ahora, de que la persona que me enfrentó a la historia del pensamiento clásico por primera vez, fue también la primera en enfrentarme, seriamente, a algunas de las producciones más bajas del pensamiento. Pues, atención: El libro vaquero está caracterizado por enaltecer pasiones, y no precisamente ideas. Quizá una de las razones por las que me mostró aquél grupo de historietas (entre ellas, en efecto, El libro vaquero, pero también algunas de aún peor calidad) fue para escandalizarme. Todo debe decirse: yo estudiaba en una escuela católica, privada, a cargo de la prelatura laica del Opus Dei, sólo para varones. Pero mi profesor era un buen profesor. De algún modo me estaba diciendo que era necesario que siguiera embebiéndome de los clásicos y de la historia del pensamiento filosófico, pero, a la vez, no podía olvidar que existía un presente, acompañado de sus correspondientes producciones culturales.
            Ciertamente el género de la historieta mexicana tiene sus limitantes y puntos flacos, pero a la vez son los que los han hecho populares. ¿Qué dice, pues, la popularidad del western de nosotros? Personalmente, nunca he encontrado mucho placer en las obras que habitan cómodamente géneros establecidos: lo que ha sido producido con facilidad, se consume con facilidad. T.S. Eliot señaló alguna vez que un artista crea el gusto por el cual será disfrutado. Me temo que si vamos a buscar un buen western, no podemos volver nuestros ojos a los argumentos propuestos por El libro vaquero, esencialmente porque el interés principal de este producto no radica en renovar el género sino en atenerse estrictamente a sus tópicos (si sirve el formato y el argumento, ¿para qué cambiarlo?). De acuerdo con el escritor de westerns Frank Grüber (1904-1969), quien también escribió historias de detectives, los tópicos del género son: la historia de los indios y la caballería; la historia del Union Pacific o Pony Express; los hombres que regresan a su tierra; la historia del imperio del ganado; la historia del Hombre de Ley; la historia de venganza; la historia del bandolero.
            Sería injusto, sin embargo, afirmar que El libro vaquero mexicano no ofrece diferencia alguna de los argumentos que poblaron las novelas decimonónicas dedicadas al tema: finalmente, colocó en su centro a la mujer y al sentimiento del vaquero. Se añadió así su figura a la de los héroes, los bandoleros, los indios y la gente del pueblo, personajes poseídos por características como una energía inexhaustible, experiencia práctica y un marcado sentido de individualismo. En suma, en hacer del western un melodrama, con narrativas amorosas. No es la primera vez que dos géneros se encuentran (el western ha tenido sus roces, en repetidas ocasiones con la ciencia ficción y la fantasía, por ejemplo, y, ay, con el musical, como en las películas de Gene Autry, para algunos el nadir del género).
            El libro vaquero, además, consiguió superar el dañino punto de vista maniqueo que caracterizó al género durante mucho tiempo, a causa de la influencia del alemán Karl May. La producción de May (1842-1912) fue notable: 60 novelas entre 1875 y 1910, todas ellas alrededor del explorador germano Old Shatterhand que, como señalamos ya, habría de encontrar la amistad del príncipe apache Winnetou. May, como ha apuntado Maria Hummel, dividió a sus personajes entre blancos buenos y blancos malos, indios buenos e indios malos. Generalmente en sus historias resultaba que los indios buenos solían ser de origen germano, mientras que los indios buenos habían caído bajo el influjo de los misionarios teutones. El núcleo moral de su historia era este: los que saben, los sabios, deben regir sobre los ignorantes. Una certeza peligrosa.
            ¿Debería sorprendernos que uno de los grandes lectores y fanáticos de May haya sido el fracasado pintor Adolf Hitler? Es sabido que en su librero, siendo dictador, tenía un lugar especial para la obra de May, cuya lectura recomendaba a sus oficiales como una especie de consuelo moral. Su arquitecto, Albert Speer, lo recordaría en su diario de 1960 de este modo: “Hitler se apoyaría en Karl May como prueba de todo lo imaginable, en particular la idea de que no es necesario conocer el desierto para dirigir tropas al teatro africano de la guerra; que gente completamente ajena, tan extranjera como los beduinos o los indios americanos eran para Karl May, podrían ser conocidas –su alma, costumbres y circunstancias- a través de un poco de imaginación y empatía, incluso más que los antropólogos que los habrían investigado en el campo. Karl May fue prueba para Hitler de que no era necesario viajar para conocer el mundo”. En efecto, May no habría de visitar América hasta tiempo después de que la mayor parte de su obra había sido producida (como ocurrió con el belga Hergé, creador de otro explorador popular de historietas, Tintín). 
            En un número de Kenyon Review de 1940, como también señala Hummel[1] el hijo de Thomas Mann, Klaus, señaló que lo que Hitler más admiraba de Old Shatterhand, el personaje de May, era “su mezcla de brutalidad e hipocresía: podía citar la Biblia con la mayor soltura al mismo tiempo que jugueteaba con el asesinato; cometía las peores atrocidades con una conciencia limpia, pues tomaba por sentado que sus enemigos eran de una ‘raza inferior’ y, por tanto, apenas humanos”.
            Este es precisamente el error al cual nos exponemos al atender El libro vaquero. Comparado con otras obras culturales, menos vinculadas con el mercado, ¿es una obra menor? Sin duda: se trata de una producción vulgar, son historietas con sentido social, productos culturales tratados comunalmente y que no son leídos precisamente porque sigamos a un autor. Puesto así, en rigor, no suena tan mal. Sentido social. Comunión. Poca atención al individuo. Ahora, un peligro: en su estado actual, regido por el mercado, El libro vaquero ofrece el placer indirecto de experimentar comportamientos antisociales (asesinatos, violaciones, venganzas, en fin, las pasiones tristes) en un formato que, esencialmente, es conservador y mantiene el status quo (la naturaleza invariable de la trama y los personajes, sus fórmulas que en rigor se encuentran en conformidad con modelos precedentes)[2]. Pero nada nos obliga a permanecer en la disyuntiva de ser un idiota (en el sentido de consentir el presente sin criticarlo) o un idólatra (que se postra ante las grandes obras del pasado, tratándolas con el respeto que se debe en un mausoleo). Es posible intentar ver por encima del vínculo que tiene este material con su mercado.
            Durante más de tres décadas El libro vaquero continúa la trama que se disparó a partir del punto de inflexión que supuso para la censura el western The Outlaw (1943) de Howard Hughes. Pero, al mismo tiempo, padece de los pocos escrúpulos que tuvieron ciertos editores, quienes de algún modo han explotado ese punto de inflexión hasta sus últimas consecuencias, vendiendo franca pornografía. Pero, ah, lentamente incluso la pornografía se vuelve parte de la corriente dominante. Pascal Bruckner, englobando no sólo a las historietas sino a las novelas de detectives, la música rock, la ciencia ficción, pero también a la moda y la publicidad, ha señalado (con un ánimo provocador) que “la era moderna parece haber mantenido a raya, ad infinitud, los límites de la abyección y la estupidez, pero de una estupidez que es irrefutable pues ahora posee la profundidad de un abismo, y la norma es la seguridad en uno mismo. Dado que ninguna clase o élite posee la capacidad de terminar los cánones de la elegancia o la decencia, se ha dado rienda suelta a la subcultura mercantilista dirigida por los medios para imponer sus aproximaciones, su reduccionismo, su tontería”.
            ¿Pero es esto cierto? ¿Ninguna clase posee la capacidad para determinar los cánones de la decencia? ¿Estamos condenados, como Leoncio, hijo de Aglayón, a mirar la podredumbre como si no tuviéramos control sobre nuestros ojos? ¿Qué supone controlar nuestros ojos? Creo, en suma, que la apetencia puede ser saciada al mismo tiempo que se presta atención. En mirar lo que deseamos no necesariamente se encuentra la condena de transformarnos en bestias. Se debe poner atención a productos de la “baja cultura”, como El libro vaquero, incluso si ello supone inyectarle dosis de aristocracia (¡el peligroso gobierno de los mejores!). En suma, ser sus contemporáneos y enjuiciarlos.



[1] Cfr. Hummel, Maria, “The Apache, the Thief, the Führer, and the Philosopher” en The Believer, no. 48, octubre, 2007,
[2] Esta idea es explorada a conciencia en el cuarto número de The Imp, de Daniel Raeburn, dedicado principalmente a las historietas pornográficas que surgieron con el éxito de El libro vaquero. Aunque ofrece un argumento apurado, es interesante la relación que ofrece el crítico entre estas historietas y el origen mestizo del pueblo mexicano. Cfr. danielraeburn.com




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