Sunday, July 31, 2022

Epitafio para la anécdota

Las anécdotas

Hacia el final de su vida, David Markson (1927-2010) fue injustamente famoso por ser un autor menospreciado. "Si no tienes cuidado", le advirtió un amigo, "serás recordado por ser un escritor desconocido". A pesar de la publicidad (la frase de David Foster Wallace sobre su novela La amante de Wittgenstein –«Un trabajo genial… una novela erudita, cerebral, de prosa cristalina, voz cautivadora y cuya conclusión te desafía a no llorar»– ha sido reproducida incansables veces), las entrevistas, las lecturas públicas y la atención que se le daba en sitios especializados, también persistía la idea de que se trataba de un autor huraño, que apenas se desplazaba a una cuantas cuadras de su departamento en Nueva York, habitado principalmente por sus libros, sólo para visitar la librería The Strand donde recopilaba las tristes y a veces graciosas anécdotas históricas que alimentarían su obra tardía. Cuando su biblioteca personal se diseminó tras su fallecimiento, la leyenda del autor raro se agudizó (sobre la pasión que desató su biblioteca vale la pena releer “David Markson: una apreciación” de María Helena Barrera-Agarwal, en LT 84). 

Pero la imagen del viejo cascarrabias que se aleja del mundanal ruido corresponde, más bien, a los protagonistas que sobreviven en su obra tardía (y que dan tumbos, amenazados por la demencia, encerrados en sus departamentos, o en un mundo que sólo es habitado por una rica vida interior): Kate, de La amante de Wittgenstein (1998); el Lector, en La soledad del lector (1996); el Escritor, en Esto no es una novela (2001); el Autor, en Punto de fuga (2004) y el Novelista, en The Last Novel (2007). Cuando falleció en 2010, a los 82 años, Markson preparaba una novela más que pudo haberse llamado Cemetary (o Cementerio), de acuerdo a la entrevista con Michael Silverblatt para su programa Bookworm, transmitida el 25 de septiembre de 2008.

En efecto, podría argumentarse que los protagonistas de sus novelas tardías eran reflejos más o menos fidedignos del final de su vida (pues, sí, Markson, quien escribía a máquina y se resistía a tener una cuenta de correo electrónico, envejeció y dedicó sus últimos esfuerzos a clasificar las miles de fichas en las que compiló el material de sus cuatro novelas finales) pero lo cierto es que fue un autor reconocido, bien leído e incluso popular, pero que al final fue encasillado en la siempre difícil categoría de “escritor para escritores”, es decir, uno cuya obra ofrecía cierta resistencia para el lector común (especialmente a partir de la novela bisagra La amante de Wittgenstein, de 1988, si bien Springer’s Progress, de 1977, también fue considerada una novela “posmoderna” en la que ya se anunciaba su estilo). Esta resistencia, ¿se debía a una especie de ilegibilidad? A pesar de la sintaxis ocasionalmente inventiva que puede apreciarse a partir de Springer’s Progress, pero que se vuelve discreta en la tetralogía que inicia con La soledad del lector, debe decirse que la prosa de Markson es, sí, diáfana, como sugirió Foster Wallace. Si hay una dificultad en la obra es que, incluso en sus primeras novelas, se tratan de recordatorios mortuorios (insistentes y acumulativos): el testimonio de que el arte siempre ha podido muy poco ante la fragilidad del cuerpo.

La imagen del autor exquisito o elitista, capaz de escribir poesía, crítica (su monografía sobre su admirado Malcolm Lowry, Malcolm Lowry's Volcano: Myth, Symbol, Meaning se publicó en 1978), novelas no solamente serias (como Going Down, de 1970, o la mencionada Springer’s Progress) sino auténticamente novedosas (como las últimas cinco) contrasta con el primer Markson, autor de novelas de crimen y de vaqueros. Pero así como hay una dificultad teórica entre distinguir un primer y segundo Wittgenstein, estaríamos falseando la obra de Markson si hiciéramos lo propio. Como explicó en una entrevista de 2005 para Joey Rubin, publicada en Bookslut: «Recuerdo un ensayo que alguien escribió –he olvidado dónde– en el que se expresaba una genuina sorpresa ante el hecho de que haya iniciado escribiendo como un supuesto novelista de crimen, para terminar escribiendo La amante de Wittgenstein. ¿Pero tendría sentido si dijera que yo nunca fui, y le pongo comillas, un novelista de crimen? Siempre fui la persona que terminaría por escribir La amante… y las demás, pero al inicio sencillamente no lo estaba haciendo. Así que eso sólo fue una manera de seguir ahí, por decirlo de alguna forma. Y había sido un editor para libros de tapa blanda durante varios años, así que he leído mucho más de eso de lo que hubiera leído de no haber sido así. Y con eso quiero decir que sabía cómo escribirlas».

En efecto, en la década de los 1950 Markson fue un editor de novela negra para Dell Books, en el coletazo del boom de las tapas blandas (Dell comenzó a publicar libros baratos en 1943, en asociación con Western Publishing). La casa editora ahora forma parte de Bantam Books, fundada en 1945, y que a su vez fue absorbida por la multinacional Penguin Random House. Pero incluso antes de unirse al conglomerado, que también tuvo, claro, su origen en el éxito inicial de la pasta blanda, Dell ya contaba con un catálogo de pulps que sería atractivo para una casa como Bantam (en donde se han publicado a autores de récords de venta como Louis L’Amour, George R.R. Martin –el de Juego de tronos– o Dean Koontz). Pero no sólo publicaban pulps o novelas baratas (en el sentido de baja o dudosa calidad: muchos de los autores ya han sido olvidados) sino libros escritos por autores que hoy son referentes en el género negro y en la historia de la literatura, como Dashiell Hammett o John Steinbeck (cuando llegaron a publicar ciencia ficción utilizaron el trabajo de H.G. Wells). A pesar de las contadas cimas, sin embargo, debe reconocerse que el espíritu de Dell (en la que también se publicaban revistas, libros de acertijos, de chistes y cómics) siempre fue vender literatura a precios bajos y a grandes masas.

Las novelas que Markson publicó en la editorial son tres: Epitaph for a Tramp (1959), Epitaph for a Dead Beat (1961) y Miss Doll, Go Home (1965). Las primeras dos están protagonizadas por Harry Fannin, un detective-filósofo, altamente cultivado, que sigue el modelo del Marlowe de Raymond Chandler, pero a diferencia del autor de El gran sueño, el tono de Markson se acerca más a los paseos interiores de John D. MacDonald (cuya carrera estuvo estrechamente ligada con la industria del pulp), con un añadido de humor erudito y seco. Epitaph for a Dead Beat tiene lugar en Greenwich Village y, como su nombre indica, el caso principal (y a quienes la mayoría de los chistes malos van dirigidos) está relacionado con los beatniks de la zona (que Markson conoció bien). Las dos novelas protagonizadas por Fannin fueron reeditadas en 2007 por Shoemaker & Horn. Pero el mayor éxito de Markson, en términos populares, se lo debe a The Ballad of Dingus Magee (1965), un anti-western satírico (se subtitula “Siendo la inmortal y verdadera saga del más notable y desesperado hombre malo de los viejos días, sus masacres, su forma de arruinar a pobres e indefensas hembras, & cetera”). Markson al respecto, en la misma entrevista para Bookslut: «Había escrito westerns para revistas, y a partir de eso un editor me preguntó si estaría interesado en escribir una novela. Pero en el momento en que comencé me percaté de que el concepto me aburría, así que lo convertí en una sátira. Y eureka, hice algo de dinero. La única ocasión en mi vida en que he tenido un auténtico día de paga».

La novela fue adaptada al cine en 1970 bajo el título Dirty Dingus Magee, una cinta dirigida por Burt Kennedy y protagonizada por Frank Sinatra. Debe decirse: la película no ha envejecido dignamente. También Miss Doll, Go Home se originó en relación al cine: «Alguien me pidió que escribiera un guion para cine que también sería cómico, pero de crimen. Pero incluso antes de que no se realizara, le pregunté a mi editor si publicaría una versión en ficción del trabajo».

No debe sorprender que este grupo de novelas se presenten, en las ediciones contemporáneas (cuando se enlistan bajo la categoría “Otros trabajos de David Markson”) como meros entretenimientos.

Los huesos

Y aunque David Markson siempre fue el escritor que terminaría por escribir La amante de Wittgenstein y su ciclo de novelas «tercamente intertextuales y de sintaxis interconectiva críptica», lo cierto es que durante mucho tiempo, especialmente cuando se movía en los circuitos de literatura popular, estaba interesado por las anécdotas (con las que, como se lee en una sinopsis publicitaria de Amazon, «pagaba la renta»): un detective resuelve un crimen, un grupo de expatriados intenta quitarle un supuesto botín a quienes creen son gángsters, un vaquero se enfrenta a su enemigo en una serie de enredos, un trío amoroso acaba mal durante su estadía en México, un matrimonio llega a su fin. Por supuesto, la anécdota no es suficiente: también están la trama (detonada por la anécdota), los personajes, los incidentes dramáticos.

Y entonces, una pregunta: ¿qué resta cuando se desprende a una novela de esos elementos? La respuesta, como sabemos ya, fue ensayada por Markson primero en La amante de Wittgenstein. Aunque la novela sigue la historia de una mujer, Kate, que podría, o no, ser la última persona con vida en la Tierra, en realidad está compuesta por alusiones a la historia de la cultura y correcciones constantes en el decir. Pero el descarnamiento de los elementos tradicionales de la novela es más claro todavía en sus últimos cuatro libros, que podrían constituir un género singular, cercano al libro de lugares comunes. Pero, no se olvide, siguen siendo novelas, con personajes y, sobretodo, con tensión dramática (que pueden «consumirse como palomitas», como lo puso Michael Silverblatt). Parecen estar dirigidos por un reto: crear novelas altamente eruditas que puedan ser populares, cuya resistencia no esté en una dificultad virtuosa sino en lo que sugieren. Pues, ¿qué queda sino la muerte, cuando se ha chupado la médula y tampoco eso satisface?


Este texto se publicó originalmente en el número 116 de la revista La Tempestad, noviembre de 2016.

Wednesday, October 14, 2020

14. X. 2020

Un relato.

El temporal había arrastrado un aroma singular a la ciudad. Tuvo un efecto somnífero entre la población, pero los sueños que causó eran angustiantes. Yo tuve una pesadilla. Estábamos en el auditorio de un crucero turístico y el maestro de ceremonias fungía como una especie de editor. Al menos tenía el aspecto de uno: frente amplia, pelo chino, anteojos, severo. Invitaba al público a redactar un cadáver exquisito. Levantando la mano, ofrecíamos alguna frase para iniciar el relato y el siguiente participante debía continuarlo. Una tras otra las frases eran rechazadas todas por el editor. Con desdén y rapidez decía no, y le daba la palabra al siguiente participante. A pesar de la severidad levantábamos la mano para dar con la frase exacta. Finalmente, animado, me decidía a hablar en voz alta, pero velozmente el editor rechazó también mi oración. En una segunda vuelta, desesperado porque iniciara el relato, de nuevo levantaba la mano y cuando el editor me daba la palabra yo gritaba, seguro de mí mismo: ¡el temporal había arrastrado un aroma singular a la ciudad! Y el editor se mostraba, finalmente, satisfecho. Con esa frase sí podemos iniciar, le comunicaba al auditorio, y le pasaba la palabra al siguiente participante para dar con la segunda oración. Pero entonces yo despertaba, inquieto y a solas en mi departamento. Entre sueños me parecía distinguir el ruido que provenía de fuera, la tormenta continuaba y se escuchaba contra mi ventana. Pero no llovía. No era de noche. ¿Qué era, entonces, ese ruido? Finalmente comprendía: un extraño había entrado al departamento y hablaba en voz baja, conspirando contra mí.

21. II. 2020

Nunca he sido una persona que haga planes, no soy organizado ni quiero serlo. Hay un par de imprecisiones en esa frase pero en general es verdad, en particular quiere decir que intento ser flexible con los planes que sí llego a hacer porque le temo al cambio. Hacer planes y descubrir que son imposibles de realizar es una empresa no sólo idiota sino que exige un desapego que no poseo. La única pureza de corazón que he podido encontrar en mi vida ha sido la duda.

De tal manera que cuando el año pasado me animé a redactar un plan para las décadas que vienen sólo pude hacerlo introduciendo algunos cuatro elementos, generales y maleables, para el par de años que le restan a mi década de los 30. Entre ellos, tener una librería propia, acabar un proyecto de escritura que vengo arrastrando desde los 20, y uno más. Para la década de los 40-50 sólo logré anotar el iniciar y finalizar otro proyecto de escritura que he venido imaginando. Las décadas de los 60-70-80 las dejé completamente en blanco.

Pero acabo de borrar ese plan, y me partió el corazón. Me he quitado de nuevo la máscara y ahí sigue, firme, mi apego a la única inflexibilidad que conozco.

Sunday, July 21, 2019

El internet y yo

Hubo una época en la que meterme a Internet era emocionante. Era apropiado usar, entonces, esa terminología que destinamos - como si fuéramos espectadores siempre emocionales - a los medios de comunicación (uno lee libros interesantes, películas chidas, escucha programas de radio entretenidos; en fin, cosas bellas, estimulantes). Pero encima, en el Internet, uno se metía, se conectaba, se hablaba de esa red como un espacio o una sustancia en el que uno se podía sumergir. Se exploraba un territorio virgen, salvaje. Era como volver a las grutas de Cacahuamilpa, si en ellas se almacenaran tesoros.

Ahora el Internet es aburrido. Y no en un sentido benéfico, como puede serlo un desierto o un museo, sino como una ciudad hostil, o un edificio lleno de habitaciones que ya han sido recorridas demasiadas veces. Caemos de nuevo en las garras de Instagram, en el ruido de Twitter, la estupidez extendida de Facebook y el chiste fácil del meme. Es un universo tan tedioso como la revista de espectáculos; se le consume irónicamente. También se parece a las conversaciones planas de amigos que se conocen demasiado bien pero que ya no se animan a decir en voz alta lo que piensan realmente.

La mayor parte del tiempo, a lo que más se parece el Internet actual es a un centro comercial que solía ser atractivo pero que ahora presenta los mismos circuitos, los escaparates y las galerías de siempre. Puede ser, aún, estimulante, especialmente para los nuevos consumidores, los pequeñines, pero no si uno se percata de cómo funciona. Hay nuevos productos, y a diario se presentan más (y con diario quiero decir a cada micro-segundo), pero no hay, en realidad, nada auténticamente nuevo. Esa es, al menos, la sensación. Bien visto, cuando uno se obliga a concentrarse para descubrir los nuevos caminos que se abren en Internet, que se recorren, son interesantes pero no como es interesante (o como puede serlo) una cartelera de cine; es interesante como un problema.

Entiendo, pero no comparto del todo, el sentimiento de nostalgia por la industria editorial de antes, o por el cine de cierta década. Pero creo que el Internet no funciona igual, su volumen absolutamente asimétrico lo transforma en un hiper-problema. En una sociedad como la nuestra, que lucra con y celebra la nostalgia, tiene algo de irresponsable entregarse a esa operación de extirpación anímica que es desear los viejos tiempos que supuestamente fueron mejores. Aún más cuando el Internet genera, anualmente, toneladas de emisiones de dióxido de carbono comparables a los de un país (sólo las producidas por YouTube equivalen a las de España; las de Netflix y Prime Video, a las de Chile). Y eso sólo pensando en los objetos materiales que constituyen Internet. También está el otro problemita, que es nuestra felicidad.

A finales del siglo pasado, en el Internet, ¿solíamos entablar conversaciones sin demasiado encono entre extraños? ¿Descubríamos que podíamos publicar en blogs sin necesidad de un editor? ¿Se democratizaban los medios de comunicación? ¿Descubríamos que habían objetos culturales que podíamos descargar gratuitamente? La verdad es que sólo dábamos los primeros pasos a lo que hoy es Internet: la comunicación abaratada se transformó en discusiones donde uno está a favor de lo bueno y en contra de lo malo; en cámaras de eco sin matices; la publicación sin edición implica exceso y la carencia absoluta de criterios (ni siquiera el de verdad, ya no se diga el de calidad); y los medios, al final, no se democratizan, sino que se mercantiliza lo que se comunica. La cultura de la gratuidad sólo hizo más cara la vida para los creadores, permitiendo que sus administradores cobren más fácil. Sentir nostalgia por el Internet de finales del siglo XX es extrañar cómo fue que caímos en la trampa de la que no hemos podido salir.

Internet no nos ha hecho más felices. Y aquí, aclaro, sólo me refiero a gente como nosotros, que buscaron en esa red un nuevo territorio cultural. Estoy seguro que la vida de otras personas, como la de los militares de países con grandes presupuestos de defensa; la de los tecnócratas del valle de Silicón y un puñado de empresarios; ahora, al menos, es más interesante. No sé si sean mejores vidas, pero sospecho que ahora tienen más sentido: a través de Internet y otras nuevas tecnologías de comunicación, realizan acciones que tienen un impacto real en el mundo. Pero, claro, no es lo mismo tener y administrar poder, que ser feliz. Y respecto a nosotros, es obvio que consumir de manera más fácil y más rápida productos culturales, por más placer y estímulos que nos den, no se identifica con la felicidad. Y si la cuestión de la felicidad suena demasiada vaga, también puede consultarse, en Internet, números sobre adicciones y horas perdidas en línea. ¿No nos hemos convertido en eso? ¿En gente que pierde su tiempo en Internet? No es tiempo que destinemos a investigar ni a estudiar. Internet ni siquiera nos ha transformado en gente ociosa. Sólo nos extraviamos en ese edificio sin fin.

Redacto este texto en mi viejo blog. ¿Qué tan viejo es mi blog? Lo abrí hace más de una década, en 2004. No es tan viejo pero ya se sabe, hoy vivimos en una intensificación del presente. Con todo, sí parece viejo en algunas cosas: para empezar, allí escribía como se escribe en un diario íntimo. Y sobre cosas que me importaban a mí, y no de acuerdo al tema coyuntural. Es decir: sobre el amor, sobre dudas filosóficas, sobre cómo me sentía. Con el tiempo, conforme me di cuenta de que era público y que era un foro para intercambiar opiniones, primero empecé a escribir sobre cosas más públicas, incluso profesionales, y después terminé por cribar los comentarios. Y luego, finalmente, dejé de usarlo con la misma frecuencia. Los textos que eran más apropiados para un diario, los escribí a mano en un diario, que sigo escribiendo; y en un sentido público, me mudé hacia el artículo de crítica literaria que se publica en otros medios y con otros criterios, algunos de ellos editoriales; pero también a Twitter, donde suelto chistoretes y ocurrencias. La última vez que usé este blog fue el año pasado, para redactar la memoria de un sueño que tuve en septiembre. Dice así.

Así pues, si puedo decir algo sobre la relación que he tenido con el Internet, es que me ha ayudado a reflexionar sobre la importancia de los cuadernos y de escribir a mano y a solas. Para un escritor, pues soy un escritor, no es poca cosa: Internet me ha hecho preguntarme cómo escribo.

Ahora, la cuestión, sentado aquí entre ustedes, leyendo este borrador, es si debo publicarlo para que alguien se lo encuentre en el Internet; o no, si debo borrarlo. Me pregunto si haría alguna diferencia. Creo que no. Entonces, ¿qué hacemos? ¿Votamos? ¿Lo borro? ¿Lo copio a mano? Y si lo publico, ¿qué? ¿Se lo cobro a alguien? Son estas horribles preguntas las que se desprenden de la escritura digital. Pero la sospecha, lo peor, es que creo que podría seguir agregándole cosas, sin parar, hasta mi muerte, añadiendo mi granito de arena a ese cáncer que se extiende por el planeta, la cháchara humana.

Thursday, October 11, 2018

11.XI.2018

Sueño inquietante.

Estábamos en un espacio regido militarmente, rodeado de nieve. Había nazis pero eran zombis. Los dirigía un hombre rubio que presumía una herida letal en el rostro. Me entregaba a una mujer robusta, fornida, que rápidamente me levantaba para correr conmigo a un lugar donde pudiera tragarme: el tiempo se volvía más lento, intentaba, ella, una especie de bestia, morderme; lograba esquivarla un par de veces hasta que, finalmente, me mordía. Despertaba, aún dentro del sueño -tras una especie de muerte- años más tarde, cuando los zombis nazis habían subido al poder. Y yo era un zombi también. Una rata había habitado desde hacía tiempo en la cuenca de mi mano.

Wednesday, February 08, 2017

Bichos, androides y televidentes



No debería extrañarnos que en la ciencia ficción popular vuelvan a florecer los lugares comunes sobre las invasiones alienígenas, especialmente ahora que el siglo se ha desenmascarado. En este entorno temeroso, racista y xenófobo, debe celebrarse la aparición de un filme taquillero como La llegada, de Denis Villeneuve, que se aleja de la representación del extraterrestre como amenaza clara e inminente para presentarlo, en cambio, como una forma de vida racional pero auténticamente nueva, no sólo en su fisionomía (los heptápodos del filme recordarán, en más de una ocasión, a las pesadillescas tarántulas que aparecen en Enemigos idénticos, de 2013, la siniestra fábula edípica de Villeneuve) sino en su manera de enfrentarse a categorías como el espacio y el tiempo. En ese sentido destacan no sólo algunos elementos temáticos del filme (los saltos temporales que permite el lenguaje cinematográfico no sólo son recursos narrativos sino que, fluidamente, son incorporados a la temporalidad de la trama), sino la ominosa y extraña banda sonora de Jóhann Jóhannsson, quien ya había colaborado con Villeneuve en Intriga (2013) y Tierra de nadie: Sicario (2015).

Con todo, debe subrayarse que la de Villeneuve es una cinta en clave de género, como los neonoirs mencionados, que respeta dócilmente las restricciones de la ciencia ficción popular y contemporánea: aunque su preocupación principal son las relaciones íntimas, no olvida poner en escena un mundo que se detiene cuando extrañas naves –que evocan el diseño del huevo negro que Moebius ideó para El Incal (1980-1988)– llegan a la Tierra; los gobiernos emprenden una carrera militar para descifrar el lenguaje alienígena; los científicos son los héroes, etcétera. A ratos la cinta parece una versión más contemplativa de Encuentros cercanos del tercer tipo. Y así la película se antoja un ejercicio de preparación para el próximo proyecto de Villeneuve: Blade Runner 2049, que se encuentra en producción.



La ciencia ficción, y esto se ha repetido muchas veces, permite que el comentario político y el riesgo imaginativo convivan. Tal vez desde La dimensión desconocida (1959-1964) y Galería nocturna (1970-1973) de Rod Serling, a su vez herederas de los pulps, la televisión ha sido el medio idóneo para ofrecer ciencia ficción con intereses coyunturales (aunque no fue un éxito en su momento, incluso la emisión original de Viaje a las estrellas, de 1966 a 1969, es recordada por haber abordado no sólo el temor a la guerra nuclear sino por mostrarse progresista en temas de sexualidad). Es a esta tradición que Black Mirror, de Charlie Brooker, aspira. Dice algo de nuestra época que con tres temporadas la serie haya sido principalmente un vehículo para panoramas familiares, discretamente futuristas pero siempre siniestros. Como en las entregas anteriores (y su especial de Navidad), la tercera, estrenada por Netflix a finales de octubre de 2016, lanza sus dardos a la industria del entretenimiento, a la sociedad del espectáculo y a la militarización de la tecnología. Tal vez por ello haya resonado tanto en el espectador el cuarto episodio, “San Junipero”, escrito por Brooker. Se encuentra entre los más destacados de la temporada (seguido por “Hated in the Nation”, “Playtest” y “Nosedive”), pero contrasta con el resto al presentarse con una pátina de optimismo, envuelto en la siempre problemática nostalgia. ¿No es perturbador? “San Junipero” hace de la advertencia sobre un conocido deseo transhumanista (que sobrevivamos en la tecnología) una promesa deseable.



Si damos por sentado que la ciencia ficción –al menos la que encuentra el camino al gran público– rinde pleitesía a su bagaje histórico, ya sea volviendo a sus temas predilectos o arando un terreno o un formato tan fértil como el serial episódico, Westworld, de Lisa Joy y Jonathan Nolan, merece, ahora, nuestra atención. Aquí opera un equilibrio entre los tropos conocidos y la compleja forma en que los reimagina (¿o reinventa?). La serie de HBO se inspira en la cinta homónima de Michael Crichton, un trabajo de muy bajo presupuesto (incluso para 1973: 1.25 millones de dólares; el piloto de la serie, en contraste, costó 25 millones). La idea: existe un parque temático con tres atracciones principales, el Mundo Medieval, el Mundo Romano y el Mundo del Viejo Oeste (algunos críticos han señalado que HBO tiene sus contrapartes: Game of Thrones, Rome y Deadwood). Los visitantes pueden experimentar las fantasías que han vivido en las películas, hasta que un desperfecto hace que los robots se vuelvan contra ellos (Yul Brynner de alguna forma reinterpreta aquí a Chris Larabee Adams, su personaje de Los siete magníficos, pero como un asesino mecánico). ¿Cómo volver al tema de los robots asesinos? ¿Qué puede salir mal en un parque de atracciones donde el ello toma una vacación? No se olvide: Westworld se adelantó por una década a Terminator (1984), de James Cameron, y sirvió como antecedente para la novela más popular de Crichton, Parque Jurásico (1990).

La solución de Joy y Nolan es tomar los cimientos del original para cuestionar quién sería el verdadero antagonista en un mundo donde las fantasías espectaculares y violentas pueden liberarse. A la vez, se trata de una pregunta no muy alejada de los intereses de Crichton. De una entrevista con la American Cinematographer para su número de noviembre de 1973: «Había visitado el Centro Espacial Kennedy para ver cómo entrenaban a los astronautas. Me di cuenta de que, en realidad, los entrenaban para ser máquinas. Estaban trabajando muy duro para que sus respuestas, incluso sus latidos, fueran tan predecibles y maquínicas como fuera posible. Por otro lado, uno puede visitar Disneylandia y ver, cada quince minutos, cómo Abraham Lincoln se levanta y da el Discurso de Gettysburg. Es una máquina construida para parecer, hablar y actuar como una persona. Fueron estas nociones las que dieron pie a la película. Era la idea de jugar con una situación en que las distinciones típicas entre una persona y una máquina se vuelven borrosas. ¿Había algo en la situación que nos permitiría ver a lo humano y lo mecánico de formas novedosas?».

A pesar de sus valores de producción, de su irónica banda sonora y de su compleja estructura, la serie Westworld sigue, en este punto, los intereses del filme original. ¿Qué formas de ver al ser humano son novedosas? No sólo nos enfrentamos con espectadores pasivos, aquí, sino con jugadores expertos que pueden ser tan violentos y crueles como imaginamos eran los hombres del Viejo Oeste. Es interesante que estemos dispuestos a ver, con entusiasmo y por enésima vez, una nueva serie de HBO donde abunden las representaciones de asesinatos, violaciones y orgías. Los programadores ficticios de la serie tienen una tesis sobre el errático comportamiento de sus androides: la memoria da pie a la improvisación, la repetición a la variación; las rutinas permiten una segunda naturaleza, de plena conciencia. Cabe preguntar si insistir en estos temas hará de nosotros otro tipo de espectadores.

Este texto se publicó originalmente en La Tempestad 117.

Tuesday, January 31, 2017

Prosa del interior



La narrativa de Selva Almada, a la vez lírica y escueta, es conocida principalmente por sus novelas El viento que arrasa (2012), que fue recibida con entusiasmo por la crítica, y Ladrilleros (2013), ambas publicadas por Mardulce. También se ha dado atención al libro de crónica Chicas muertas (2015), sobre tres feminicidios irresueltos ocurridos en la década de los ochenta, los de Andrea Danne, María Luisa Quevedo y Sarita Mundín, y que resultan sintomáticos. El mismo año en que Random House Mondadori publicó el título, en Argentina se realizó, en el mes de junio, la marcha organizada por el movimiento contra la violencia machista Ni Una Menos, en el que Almada, como otros artistas, estuvo involucrada.

Ahora circula El desapego es una manera de querernos, volumen que recupera las series de relatos "Chicas lindas" y "En familia"; también incluye dos cuentos cercanos a la nouvelle, "Niños" e "Intemec", y algunos textos dispersos, publicados en antologías y revistas. En conjunto, las narraciones aparecieron originalmente entre 2005 y 2014, y fueron revisadas por la autora para esta edición. Es la oportunidad de apreciar cómo se ha afinado el universo de Almada, que no sólo ocurre en la provincia argentina, sino en la periferia de la vida interior, es decir, en el recuerdo, a menudo melancólico, de la infancia y la adolescencia (este aspecto de su obra se ha comparado con el tono de La ciénaga, el filme de Lucrecia Martel; actualmente, por cierto, Almada prepara un libro de crónicas en torno a la adaptación de Zama que Martel estrenará el próximo año).

Otro tema de Almada reconocible en los relatos es la forma en que se naturaliza la violencia contra las mujeres en el campo (la autora vivió en Entre Ríos hasta que se mudó a Buenos Aires, en 2000), un comportamiento que se refleja en el lenguaje. En la edición 99 de La Tempestad, Sofía Castaño, en una visita al estudio de la escritora, enumeró los comportamientos que, chocantemente, se dan por sentado: "Pasar de la autoridad paterna a la autoridad del marido, la crianza de los hijos, el respeto del orgullo masculino, el temor y la obediencia como base del ser femenino".

Dada la intrincada relación de estos textos (no sólo de relatos, sino de sus novelas y crónicas), no debe sorprender que se insista en ciertas imágenes, que sirven como anclas en el espectro narrativo de Almada: el recuerdo de una madre que se defiende clavándole un tenedor en el brazo a su marido (que aparece tanto en Chicas muertas como en el relato que da título a este volumen); una mujer que se asolea en una terraza, más o menos preocupada por hombres fisgones; los niños que juegan a un lado de la carretera, los camiones circulan peligrosamente cerca; los insectos, el calor, el alcohol y los inicios, a veces violentos, en la sexualidad. El caso de Andrea Danne, asesinada una noche de noviembre de 1986, en un pueblo cercano a la ciudad de Almada, reaparece también, como un fantasma vigoroso, ficcionalizado, en "La muerta en su cama" (versión revisada de "La chica muerta", un cuento publicado originalmente en 2007).

Tal es la sensación general que deja el trabajo de Almada: que se trata de una prosa poseída por ciertas ideas. Y aunque ciertamente sus personaje no están dispuestos a hacer los alegres sacrificios de las mujeres que habitan las novelas de Louisa May Alcott, podría decirse que poseen el rico mundo interior de la novela gótica, aunque emerge de otras formas, participando de lo raro (que no de lo fantástico).

En "Niños" se recuerda, por ejemplo, al abuelo que contaba la historia de un basilisco, un ser demoníaco que puede esconderse dentro de los huevos de gallina, "pero no era cuestión de contar el cuento y listo. Antes creaba el clima, preparaba a su auditorio para que no quedase la menor duda de que lo que íbamos a escuchar era la más pura verdad". El clima, la atmósfera, es tal vez el aspecto que más ha trabajado Almada en su narrativa, y en un sentido amplio, que incluye lo psíquico. El mismo abuelo le habla a los niños sobre la Luz Mala, los fuegos fantasmales que pueden verse en los campos, por las noches, y que avisan de un alma en pena (como los que aparecen en la novela de Bram Stoker, Drácula). El abuelo, en este sentido, contrasta con un personaje posterior, el Gringo, el mecánico de El viento que arrasa que enseña a su "changuito" que la Luz Mala no es ningún espectro sino el gas que desprende la materia orgánica en descomposición (se recordará que el Gringo antagoniza con un pastor y su religión).

En Selva Almada la tensión narrativa se encuentra a menudo en desentrañar misterios, desenmascarar comportamientos o supersticiones, oscilando entre lo excéntrico y el relato de crímenes verdaderos. En la serie "En familia" el hilo conductor es el suicidio de Denis (la estructura evoca los relatos de J.D. Salinger sobre su propio suicida, Seymour Glass, y la familia que orbita en torno a él y su cometido).

Tal vez para el lector que ya se ha acostumbrado a los escenarios y temas de Almada la parte con la que cierra este volumen será la que le resulte más atractiva. Aunque también aquí la mayoría de los relatos insiste en el adulterio ("La mujer del capataz"), lo raro ("Alguien llama desde alguna parte", "El dolor fantasma"), las sagas de familia (el acordeón verde de "En familia" revive en "El regalo") o los accidentes en carretera, también hay fugas hacia otros territorios, como el futbol ("La camaradería del deporte", "Off side") o la homosexualidad en provincia ("El incendio", "Un verano"). Se perfilan ahí otros intereses, alejados de los fantasmas y las dudas de la juventud y la infancia.

Esta reseña de El desapego es una manera de querernos se publicó originalmente en La Tempestad 116.

Friday, October 21, 2016

Un arte televisivo


¿Demasiada televisión?
¿Qué está pasando en la televisión? Demasiado, pero también precisamente aquello que nos interesa. Olvidemos por un momento que se siguen transmitiendo las grandes catástrofes a través de noticieros, realities o eventos deportivos, y pensemos que narrativas de géneros como la fantasía, el horror, la ciencia ficción, el crimen o el drama histórico tienen un impacto cultural patente en las audiencias. Es un momento curioso: a pesar del gran volumen de series, el público puede encontrar su nicho de interés sin mayor problema.

De acuerdo con una investigación publicada a finales de 2016 por la cadena FX (productora de series originales como American Horror Story y The Strain pero también de American Crime Story, Fargo y The Americans), el año pasado, en lo que respecta a producciones norteamericanas, se transmitieron en servicios de televisión abierta, de cable y bajo demanda -Amazon Prime, Yahoo, Hulu, Crackle o Netflix- más de cuatrocientas series. La cifra va en aumento: a principios de año el director de contenidos de Netflix, Ted Sarandos, afirmó que la cadena invertirá más de seis mil millones de dólares en programación, incluyendo nuevas adquisiciones y producciones originales (en junio la compañía anunció que, en realidad, el presupuesto será mayor, y aumentará en 2017). El interés por las producciones originales en servicios bajo demanda por Internet (en la que Netflix ahora es líder) se refleja en su crecimiento: en 2009 sólo existían dos series creadas específicamente para este medio, en contraste con las cuarenta y cuatro transmitidas bajo demanda en 2015. Aunque las cadenas de televisión y su modelo de retransmisión siguen siendo el referente regulativo, formatos como Netflix podrían ser el futuro del medio, donde la condición material, la supervivencia de una compañía, no reside en la publicidad ligada a ratings, ni en la venta o renta de propiedades, sino en la ganancia de nuevos suscriptores a un servicio, a nivel global (el streaming también ha permitido la existencia de experimentos como Horace & Pete, el destacado drama brechtiano de Louis C.K.). Aún es temprano, sin embargo, para asegurar que el modelo terminará por imponerse.

¿Demasiada televisión? En Hollywood (de acuerdo a lo difundido por medios como Vulture o Hollywood Reporter) la sensación es que se trata de un momento transitorio: el final de la cacareada Edad de Oro y el inicio de una burbuja. Pero hay algo obvio en esta conclusión: desde sus inicios el crecimiento exponencial de los medios masivos no ha sido sino un proceso de modernización que ha dejado a su paso modelos obsoletos de distribución y producción. Algunos ejecutivos, como el presidente de FX John Landgraf (uno de los primeros en señalar este «pico televisivo») temen que tanta televisión se traduzca en una calidad diluida (no necesariamente en lo que respecta a "ideas originales" pero sí, por ejemplo, en la habilidad para encontrar suficientes productores técnicos competentes). Una vez más, la materia parece ser el límite.

Numéricamente, claro, hay demasiadas series: ningún cerebro humano tiene la capacidad de verlas todas (especialmente cuando compiten otros medios de entretenimiento, para no hablar del trabajo y de lo que tendemos a llamar vida), pero esa no es la cuestión. Así como el cuerpo humano no está sometido a los estímulos que continuamente lo asaltan, el televidente no es un sujeto pasivo; su interés está delimitado, en buena medida, por la calidad y la pertinencia. De ahí la importancia del modelo de Netflix, capaz de ofrecer entretenimiento a la medida del usuario. Si uno utiliza el servicio con suficiente frecuencia, pronto el mosaico de opciones se convertirá en un árbol de Porfirio (con categorías tan generales como "Series de los Estados Unidos" o absurdas como "Series que inspiran") que presentará nuevas opciones de acuerdo a lo que ya se ha visto (el mismo principio opera en ciertas redes sociales). Lo interesante, en todo caso, es a donde se dirige Netflix con sus nuevas producciones (así como otros servicios o canales que se han vuelto referenciales, como HBO o AMC). Por ejemplo: el pasado 12 de agosto se estrenó en Netflix The Get Down, creada por Baz Luhrmann, con un presupuesto de 120 millones de dólares -un poco más de lo que una película taquillera costaba a mediados de los noventa. La serie, ¿merece ser vista? Un televidente más o menos informado tal vez sacrificaría otra serie para darle la oportunidad a ésta, pues reconocerá el prestigio asociado al nombre de Luhrmann y se enfrentará a una temática interesante, aunque tal vez demasiado cercana a otra serie que también tenía pedigrí y un presupuesto importante -cien millones de dólares-, pero que resultó ser un sorpresivo fracaso en ratings: Vinyl, transmitida por HBO y creada por Martin Scorsese, Mick Jagger, Rich Cohen y Terence Winter. ¿Cómo "fracasa" una serie como Vinyl? ¿Se debe a los misterios del Zeitgeist? ¿Se han vuelto más ansiosos los ejecutivos? Tal vez sea lo mismo.

La televisión aún puede unirnos a la luz (o la tiniebla) de los acontecimientos históricos, como lo hizo cuando se pisó por primera vez la Luna o la mañana del 11 de septiembre de 2001. Pero, en lo que respecta a los hábitos de consumo de entretenimiento, el televidente hoy se comporta de forma distinta. Una sospecha: los eventos televisivos tradicionales (cuando, como lo puso Carlos Monsiváis a principios de los noventa, «la empresa televisiva finge ser la Historia en sus horas libres»), como el Supertazón o una ceremonia de los premios Oscar, ahora viven a la sombra de auténticos fenómenos culturales (que han adquirido formas tan inusitadas como la fantasía, como Game of Thrones, o la ciencia ficción derivativa y nostálgica, como Stranger Things). Cuando se habla de series como se habla del clima, y cuando los contenidos están disponibles a pesar de los horarios, tanto los productores como los consumidores esperan algo más que calidad o coyuntura: la serie redituable y estéticamente propositiva.

Televisión demasiado buena
Leemos en La broma infinita (1996) de David Foster Wallace: «Sí, soy un paranoico. ¿Pero soy lo suficientemente paranoico?». Como ocurre en El rey amarillo (1895) de Robert W. Chambers (un libro de relatos de horror que puede leerse en clave noir), la trama de la novela de Foster Wallace avanza impulsada por un producto cultural que, de tan bueno, puede resultar letal: en los cuentos entrelazados de Chambers se trata de una obra de teatro enloquecedora, en la novela de Foster Wallace de un video que un grupo separatista quebequés busca utilizar como arma terrorista. ¿Y acaso no han explotado ansiedades paranoicas y esquizoides similares algunas series recientes?

Para empezar, debe decirse que ése es el punto de partida operativo: los showrunners no sólo sospechan que compiten contra demasiadas series de calidad, sino que se enfrentan a un público "sofisticado" (por no decir completamente enganchado). No en vano HBO dio inicio en 2014 a su servicio bajo demanda HBO Go (que ha evolucionado a HBO Now) coincidiendo con el estreno de la deslumbrante primera temporada de True Detective (desarrollada por Nic Pizzolatto, que explota algunos elementos de El rey amarillo). Pero el público, como demostró la segunda temporada (que se alejó de la estructura del programa de buddy-cop y no contó con la dirección uniforme de Cary Fukunaga), se mostró inclemente. True Detective elevó el estándar del serial de crimen y demostró que el neonoir puede tocar algunas fibras sensibles del presente [ver LT 103]. Todo el mundo sabe cuál es el rostro auténtico del progreso y el capital (en su corsé más tradicional y conservador, el noir sugiere que esa es la única realidad posible), pero narrativas como las desarrolladas por Pizzolatto otorgan cierta gravedad ontológica (¿y tal vez teológica?) a la cuestión: el relato neonoir como síntoma de un estado anímico extendido, donde se sospecha que hay algo más que este universo de corrupción. En suma, el misterio del mal.

Conocemos la buena salud de este género en la televisión: no sólo en coletazos de la Edad de Oro como Boardwalk Empire (2010-2014) sino en éxitos de crítica como Boss (2011-2012) o Bloodline (2015 a la fecha). Varias producciones de David Simon, siempre referenciales, han orbitado en torno a él (incluyendo sus series más, digamos, sociológicas, como la destacada Tremé, que se transmitió de 2010 a 2013, o la miniserie Show Me a Hero, del año pasado, dirigida por Paul Haggis). Pero también series inspiradas en películas, como Fargo (creada por Noah Hawley y transmitida por FX desde 2014), que ocupa el universo de la película homónima de los hermanos Coen. Probado el éxito de Breaking Bad (2008-2013), en 2015 apareció otro producto derivado, Better Call Saul, que sigue con humor las sendas de unos de sus personajes emblemáticos.

¿Hay algo nuevo bajo este sol negro? Este año se estrenó la miniserie The Night Of, de Richard Price y Steven Zaillan, en la que originalmente James Gandolfini tendría un protagónico (le relevaría Robert de Niro en el papel que, finalmente, fue para John Turturro). Pero debo mencionar una senda natural, y tal vez más fresca, del neonoir contemporáneo: la que aborda el crimen informático a partir de la sospecha sistemática. Cuando este mismo tema ha intentado llevarse al cine ni siquiera un realizador del calibre de Michael Mann ha podido sostenerlo (como se mostró en la decepcionante Blackhat: amenaza en la red). De ahí la sorpresa de Mr. Robot (2015 a la fecha), la serie creada por Sam Esmail, que estrenó su segunda temporada el pasado 17 de agosto: es una fantasía paranoica que, a la vez, resulta ser paradigmática del nuevo panorama televisivo. A pesar de su calidad y su éxito, no se puede afirmar que sea un hito cultural, aunque aborde ansiedades urgentes. Es un evidente subproducto y, a la vez, se ha vuelto la tarjeta de presentación para un canal de cable, USA Network (con series de segundo orden como Suits, White Collar y otras). Mr. Robot parece hecha a la medida de quienes han disfrutado de thrillers conspiratorios como Rubicon (de Jason Horwitch, que sólo entregó una temporada, en 2010). Pero su mayor deuda, evidentemente, es con cintas de David Fincher, no sólo en la apagada pátina de colores o en lo que se concentra la cámara (actividades cotidianas como sentarse frente a un monitor, trabajar en un cubículo o teclear se vuelven interesantes al representarse como opresivas), sino en su temática, especialmente El club de la pelea, El juego o La red social (la banda sonora de Mac Quayle sigue al pie de la letra la de Atticus Ross y Trent Reznor).

De ahí, tal vez, que el mejor referente del thriller paranoico (entendido aquí como un subgénero del cine negro) actualmente sea House of Cards (estrenada en 2013), creada por Beau Willimon y producida por David Fincher. Esta "serie original" de Netflix (con un antecedente británico) estrenará su quinta temporada en 2017. El relato, por supuesto, cede a la fantasía (a menudo delirante) del político puramente maligno (un chiste de Obama a propósito de la serie: «desearía que las cosas fueran tan implacablemente eficientes») al tiempo que mantiene algunas de las características de la Edad de Oro (no sólo en la manufactura de la serie: Frank Underwood, interpretado por Kevin Spacey, ciertamente es un hombre difícil).

Otros subgéneros
A propósito del mal: dada la genealogía del neonoir, que se remonta a la novela gótica, valdría la pena preguntarse si el incremento en series de horror es una extensión natural de la popularidad de los thrillers políticos, paranoicos o policíacos. Ya no digamos productos de anticipado patetismo como El exorcista, que lanzará Fox a finales de mes [de septiembre], una serie creada por Jeremy Slater a partir de la novela de William Peter Blatty; también hay éxitos silenciosos como Penny Dreadful (2014-2016) de John Logan, y no tan silenciosos como American Horror Story (desde 2011), así como pastiches de humor negro como Ash vs The Evil Dead (2015 a la fecha). un producto desprendido de Posesión infernal (1981), la película gore de culto de Sam Raimi. Lo dicho: nichos.

Una serie auténticamente interesante de horror (género que no ha tenido éxito masivo en la televisión) puede encontrarse este año en Outcast, desarrollada por Robert Kirkman a partir de uno de sus cómics (le precede The Walking Dead, inicialmente producida por Frank Darabont y que ya va por su séptima temporada). Con diez capítulos, Outcast fue lanzada por Cinemax (que en 2014 estrenó la notable serie histórica The Knick, que logró revitalizar el drama de hospital en manos de Steven Soderbergh) y confronta el misterio del mal en clave sobrenatural. Como la primera temporada de True Detective, Outcast explora las encarnaciones del mal en la América profunda, donde habitan, con fricciones singulares, la ética del trabajo protestante, la imaginación provinciana y sus monstruos: el racismo, la misoginia y el fanatismo.

A pesar de la emergencia del horror en la televisión, debe decirse que es la ciencia ficción la que ha florecido en el medio. No sólo atiende los temas del thriller paranoico con fábulas tecnófobas, como las que se encuentran en Black Mirror, creada por Charlie Brooker (su tercera temporada antológica será estrenada por Netflix en octubre), sino que confirma su tradición como medio idóneo para la crítica social (que se remonta a los episodios autónomos de La dimensión desconocida, que tiene bastardos incluso en Los expedientes secretos x). En 2016 la ciencia ficción también promete funcionar como un paraguas para otros géneros, como el western, como podrá verse en Westworld, que lanzará HBO también en octubre.

Más cerca de la sensibilidad del relato extraño o pulp, pero aún en las coordenadas de la ciencia ficción, se encuentran varias series que ocurren en poblados aislados, aparentemente inofensivos, donde ocurren eventos inquietantes. Entre ellas la mencionada Stranger Things, pero también Wayward Pines (2015 a la fecha), creada por Chad Hodge y M. Night Shyamalan, series deudoras, por supuesto, del clásico de los noventa Twin Peaks, de David Lynch (que volverá el año próximo por Showtime). Este último caso nos recuerda el cada vez más común vínculo de los grandes talentos con el medio. Soderbergh, por ejemplo, no sólo dirigió íntegramente The Knick, también fungió como productor ejecutivo de The Girlfriend Experience, estrenada en abril, basada en su filme homónimo. El servicio de streaming de Amazon no sólo atrajo en 2015 a Ridley Scott como productor ejecutivo de The Man in the High Castle (adaptación de la novela de Philip K. Dick), sino que a finales de septiembre estrenará Crisis in Six Scenes, dirigida y protagonizada por Woody Allen. Esto es algo, y ya es mucho, de lo que sigue pasando en la televisión.

Este artículo se publicó originalmente en la edición 114 (septiembre de 2016) de la revista La Tempestad.