Ahora hablaré un poco sobre las lecturas que hice el día de hoy. Terminé Bartleby y compañía de Enrique Vila Matas y empecé El mal de Montano. También empecé Mantra, de Rodrigo Fresán, pero no avancé tanto como en El mal de montano en el que, a la vez, no he conseguido avanzar tanto como lo hice con La montaña mágica, de Thomas Mann, que cada vez se me dificulta más. He disfrutado enormemente estas lecturas y provocan en mí unas ganas incontrolables de no querer escribir nunca más.
Pero me controlo.
Hago lo que puedo.
Lo que no puedo hacer, lo intento. Dos ejemplos: Vivo y me relaciono con las personas. De vez en cuando me enclaustro en mi casa y sueño con enclaustrarme en mi casa, pero en una casa que sea mía del todo, donde pueda leer tanto como leo aquí, sólo que solo, y mejor. Pasan días y escribo un poco y bebo agua y como y hablo con mis hermanas o con mis padres y todo está bien, todo es familiar y saludable. Pero en mi cuarto algo me aguarda, por las noches. No es nada siniestro ni filoso o peligroso, son mis libros. Así que entro a mi cuarto, me despido de mi familia, o les deseo un buen sueño, y leo hasta entrada la noche y me gustaría decir que la madrugada, pero entrada la madrugada hago otras cosas que tienen menos que ver con la literatura que con escribir. Pero antes de que las cosas que hago en las madrugadas sucedan, sueño con estar en otra parte, como la mayoría de las personas lo hacen. Otra parte donde las cosas no son tan distintas a como lo son aquí, a no ser porque ahí, en esa otra parte, a pesar de que todo es igual, no se desea estar en otro sitio.
Sí, a veces deseo eso. Es lo mismo que prometen todas las visiones trascendentales, todas las religiones, después de la muerte.
Pero esa existencia no me será concedida en vida. Así que hago lo que puedo. Son, en ocasiones, actos desesperados, actos donde ya no guardo esperanzas para mí. Muy bien. Ahora, siguiendo el consejo de un amigo, un buen amigo, un gran amigo, el mejor amigo, entraré al vacío con los ojos abiertos, me arriesgaré y caminaré manteniendo un frágil equilibrio: El acto de desesperación más reciente que hice fue precedido por el mismo acto desesperado, pero que terminó en un fracaso. Aquél primer acto desesperado, que quizá fracasó porque tuvo un elemento de meditación, hoy puedo recordarlo con un poco de gracia.
Dios, esto no va a ningún lado. Esto de regresar al pasado y pensar en las niñas y en las mujeres y en el rechazo y en caminar con determinación hacia una persona en particular, una persona no muy especial pero en ese preciso momento especial y salvadora, una persona que podría redimirme en sus brazos, redimir y anular cada uno de los momentos de rechazo que se vivieron en la penosa adolescencia; en la penosa y aburrida y tediosa adolescencia donde uno iba con los amigos para contarles una y otra vez los rechazos y las historias a las que uno, yo, se aferra. Aquella vez, frente a la espalda de aquella persona, sin detenerme, me di una vuelta en U. Le iba a preguntar si quería ir a tomar, algún día, un café o un refresco o una malteada o un helado. Pero no lo hice. Regresé a la clase de la que había salido y pensé, aliviado, que quizá así fue mejor. Uno finalmente tiene ganas de hacerlo, pero en el último momento, se arrepiente.
-¿Cómo van las mujeres?, le pregunto a un amigo. Un amigo que además es ingenioso, así que temo que me contestará algo así como "Las mujeres van bien, por la acera, las puedo ver caminar y mover las caderas".
-Van bien, me contesta, para mi sorpresa.
Y me alegra que vayan bien, las mujeres, con él, porque a veces sospecho que compartimos las mismas enfermedades e inseguridades. Me gusta pensar eso. Me hace la vida más fácil pensar que todos estamos igual de mosqueados.
Claro que después de un rato me dice: "Bueno, pero hay algo que no funciona".
A las mujeres que conozco se les dificulta recordarme. Tenía un amigo, en la primaria. Sigo viéndolo, pero no puedo decir que seamos los mismos amigos que éramos en la primaria. Éramos unos niños. Su hermana era una niña. Esto es claro. No me gusta complicar las cosas. Ahora él me recuerda y me saluda cuando nos encontramos, incluso nos recordamos episodios de nuestra infancia. Yo tiendo más que él a recordar cosas penosas, quizá por eso ya no somos amigos, o tan amigos como lo éramos antes. Principalmente porque todas esas cosas bochornosas, generalmente, lo tienen a él como protagonista. Y porque las relato con un tono burlón. Entre ellas está la ocasión en que no llegó al baño de mi casa, tenía diarrea; o la vez en que, en un accidente (un matiz que generalmente omito cuando se lo recuerdo), tiró a su hermana por las escaleras y le quebró una pierna. Además de su hermana, que ya no me recuerda cuando la veo o me la encuentro en la calle, tiene un hermano que a veces me saluda y a veces no. De su hermano lo que más recuerdo es que tenía un águila entrenada a la que tuvo que liberar años más tarde, pues había crecido demasiado y ya no podía tenerla en casa. Tenía un guante para águila y un gorrito especial que le ponía en la cabeza y que siempre me hacía pensar en pilotos de guerra. Le daba de comer pollo crudo. Me gusta pensar que su águila se llamaba Mordecai y que su hermana en realidad sí me recuerda pero prefiere no saludarme porque soy el amor de su vida al que nunca se atrevió abordar. Por supuesto, su águila no se llama Mordecai.
Otro acto desesperado: Decido que no habrá manera de conocer a una niña que siempre había visto en la universidad. La veía e imaginaba maneras en que podría conocerla. Le pregunto a mis amigos y a mis amigas si la conocen. Algunos me dicen que sí pero por alguna extraña razón, deciden que no es buena idea que la conozca. Así que un buen día decido entrar corriendo a su cubículo y desmayarme. No, en realidad no me desmayé, ni entré corriendo, pero sentí un calor intenso y una prisa desmedida por preguntarle si estaba ocupada. Quería conocerla. Se soltó a reír y yo estuve a punto de soltarme a llorar. Pero no lo hice, porque no me dio tiempo. Me dijo que era valiente. Y desde que la conzco, lo ha repetido dos veces. "Qué valiente", dice, y me siento perdido, como me sentí perdido cuando escuché si risa por primera vez. Nunca he tenido el valor de preguntarle por qué considera que soy valiente. Esto es terrible. Terrible y cursi y ojalá un buen día las águilas bajen para tragarnos enteros y nos lleven a ese otro lugar donde los deseos son deseos y no esperanzas, y las letras sean letras y sólo letras; o si no puede tragarnos, que al menos nos pregunten si nos encontramos bien y no nos de pena decir que no. Que estamos un poco tristes. Y ojalá el día se termine pronto.