Thursday, September 30, 2004

Carta de agradecimiento

Querido Roberto Bolaño,

Esta es una carta de agradecimiento. Gracias. Si un día de estos se puede contactar con el señor Vila Matas, también dígale que gracias. Sé que no los conoce, pero quizá ahora pueda hacer algo al respecto y mandarles el mismo mensaje tanto a Dave Eggers como a Michel Houellebecq. Son buenas personas. Bueno, de Houellebecq no estoy tan seguro, pero han hecho algo bueno, con sus manos y sus cabezas.
Quizá esto no sea tan buena idea, después de todo. ¿Ha leído usted La mano del mono, de Poe? Imagínese, Bolaño Zombie, Dios nos libre.
El caso es: gracias por la literatura y por la valentía y por sus pensamientos y su pregunta, ¿quién es el valiente?, es una buena pregunta, una de esas preguntas que invitan y gracias por la propuesta de aventarse al vacío con los ojos abiertos, nos faltaba un poco de dirección, me faltaba un poco de dirección, ahora sé qué hacer con mis obsesiones, cómo agotarlas y deshacerlas sin necesidad de sublimarlas o hacer de ellas un paracaidista que baja cantando tirolés, sino un paracaidista que baje sin paracaidas, o ya de plano, envuelto en llamas. Gracias, de verdad gracias por esto, gracias por invitarme a buscar a lo que le temo e invitar a los demás a temerle a lo mismo. Gracias por el vacío y por no buscar la respetabilidad.
Es una verdadera lástima que usted ya no esté entre nosotros.
Es una lástima que nunca me atreví a escribirle en vida.
O que nunca se me ocurrió.
Si usted siguiera vivo, ¿lo daría por sentado? Seguramente. Perdón por eso, y gracias por aquello.

Wednesday, September 29, 2004

Miércoles 29 de septiembre

Un poco más sobre mi cotidianeidad: Subo a la planta alta de mi casa, después de comer. Prendo la televisión. Pasan una película con Brad Pitt y Anthony Hopkins. La he visto. Brad Pitt es la muerte y está vacacionando a expensas de Hopkins, que está a punto de morir. Su hija se enamora de Brad Pitt. Todo mundo se enamora de Brad Pitt. Una de mis hermanas se sienta a ver la película y yo me levanto porque me siento, ¿cómo me siento? Me siento cansado y triste. Así que me levanto y camino hasta la terraza pero no salgo, sólo me paro frente a la puerta de cristal que da a la terraza. Parece que pronto lloverá. Y estoy pensando en que pronto lloverá cuando mi vecina, cuya casa da justo frente a la mía, abre las persianas de su ventana y ve hacia afuera. Se arregla su cabello, con ambos codos al aire, como lo hacen las mujeres, en un gesto de completa despreocupación. Nos vemos y estoy a punto de saludarla, pero prefiero alejarme de la terraza. No quiero que piense que la estoy espiando.
Hace unos días mi vecina se asomó por la ventana para saludar a una amiga suya que llegaba al fraccionamiento donde vivimos, para visitarla. Desde la ventana además de saludarla le preguntó si había visto ya las águilas. Como su amiga no entendió, volvió a preguntarle, ahora gritando: "¿Ya viste las águilas? Están arriba de aquél árbol." Pero su amiga no las vio.
Yo fui el que le dijo a mi vecina que ahora había un nido de águilas en uno de los árboles del fraccionamiento. No le he contado, en cambio, que a veces las águilas toman a sus aguiluchos con sus picos o con sus garras y los arrojan al adoquinado de la privada, metros abajo. Me costó trabajo hacerle creer que había águilas en nuestra privada. Y creo que no me creyó hasta que unos días después de que se lo conté, las escuchó.
Hace unos cuantos años, digamos que unos seis o siete años, cuando me acostaba en mi cuarto e intentaba dormir, podía escuchar a lo lejos un tren. El silbido de un tren. Creo que no hay nada más literario que un tren. Lo escuchaba y me preguntaba qué tan lejos estaba aquél tren y dónde estaba porque eso de escuchar el silbido de un tren en la ciudad de México, particularmente en el sur de la ciudad de México, cada vez me parece más extraño. Asi que bien, lo escuchaba y luego me dormía. Fin de la anécdota.
Otro sonido nocturno que me desconcierta es el maullido de los gatos. Suenan como niños pequeños, recién nacidos, berreando o siendo estrangulados. Es un sonido terrible y espero no volverlo a escuchar jamás.
En una ocasión, mientras caminaba en la universidad hacia una clase (entonces era estudiante; ahora trabajo en la misma universidad; esta es mi vida y poco a poco comienzo a desear otro tipo de vida), me cayó un gato encima. Era un gato blanco y era pequeño, un cachorro. El amigo con el que platicaba mientras nos dirigíamos a clase, se rió de mí. Mucho. A algunas personas les cae caca de pájaro en la cabeza o en su carpeta, mientras esperan o piensan o se detienen bajo un árbol. A mí me caen gatos encima. Son cosas que pasan.
Consideré levantarlo y aventarlo de nuevo sobre el arco del cual había caído, pero pensé que debido a la torpeza con la que generalmente me desenvuelvo, fallaría y volvería a caer sobre el suelo. El animal no parecía estar lastimado, sólo un poco aturdido, y no quería causarle un daño mayor. Pensé que más tarde su mamá-gata lo recogería. El gato comenzó a maullar, pero no como los gatos que a veces escucho durante las noches, en la oscuridad de mi cuarto, sino como los gatos de los anuncios. Miau. Así. Simple. Sencillo. Pequeño. Indefenso. Quizá esté muerto.
Hay vida. La vida continua. Luego se detiene. Y en medio filosofamos y nos sentimos un poco inútiles, a veces, o simplemente no pensamos al respecto; o pensamos al respecto pero no nos parece tan grave. Comenzamos a identificar la imagen terrible que tenemos sobre la muerte con la imagen terrible que tenemos sobre Brad Pitt y todo se vuelve un poco más.
Un poco más. Dejémoslo ahí.

Tuesday, September 28, 2004

Los Celos

Hay un cuento de Quim Monzó que se titula Los celos y que no tiene nada que ver con lo que contaré a continuación. Muy probablemente lo que relataré a continuación no tenga nada que ver con nada, ni con los celos ni con alguna gasolinera perdida en Veracruz. Quizá sea conveniente (¿para qué o para quién?) cambiar el título del presente texto.
Ay, pero no lo haré.
La pereza.
Exactamente qué es lo que uno desea de los demás, no lo sé. Pero siempre es algo. Me pregunto si habrá manera de vivir absolutamente solo, de ser una voz en la que no exista una referencia a otro, nunca. Un hombre en una cabaña, siemre imagino así la soledad, que mucho después de enfermarse de fiebre o de vomitar de tanto estar deprimido, finalmente, comience a contar algo, el paso del tiempo. Una voz en la oscuridad. Un hombre que no se sienta a escribir ni abre la boca para poderse escuchar, sólo una voz en la oscuridad. En su cabeza. Esta voz no es la de una persona que busca una computadora en un ciber café o en el centro de cómputo de su universidad, una computadora sola pero conectada a la red, no la busca ni se sienta junto a una chica que probablemente estudia derecho y odia a su insistente compañero que le pide ayuda en una tarea. Esta voz en la oscuridad no espía a lo lejos, estanterías más allá, a estudiantes de filosofía ni a mujeres con las que alguna vez ha hablado, pero ya no, porque es demasiado tímido. Quizá esa voz que imagino a veces escucha el pasar del viento, afuera de su cabaña en la montaña, el ulular de las lechuzas (cuando pienso en la soledad también imagino lechuzas; nunca águilas, extrañamente) y se siente lejos de todo, y se sabe lejos de todo, y comienza a temblar. Y este es el peor mal que sufre, ni un dolor de muelas, ni demasiada hambre, sólo un ligerísimo temor. No desea a una niña que salta hacia una computadora, así que no sufre por eso, ni desea tener una pareja, como las que tienen otras personas, en ese ciber café, o ese centro de cómputo de la universidad, no desea discutir Aristóteles ni las distintas categorías kantianas.

Ahora, me pregunto: Si esa voz solitaria estuviera ahí, en ese ciber café, o en esa universidad, y viera a una señorita vestida con una chamarra rosa, ¿se le acercaría? ¿Le preguntaría su nombre? ¿Le diría que hace unas semanas, antes de que ella entrara al primer semestre de filosofía, la vio comer en un restaurante de mariscos con su familia?

Sí, lo haría.

Esto es lo que haría. Cesaría actividades. Aunque fuera un correo electrónico a su hermana que está a punto de casarse, aunque fuera una actualización a su blog en internet, se detendría y se pararía y caminaría hasta ella. Se aclararía la garganta y no, eso no haría, no se aclararía la garganta, la garganta la tendría clara y su voz se escucharía clara y distinta. Le diría: "Hola, te he visto por aquí. Por la universidad. ¿Estás en primer semestre, verdad?" Y ella voltearía a verlo y le contestaría que sí, y le preguntaría su nombre. No. No se lo preguntaría. Porque ya lo sabría. Lo sabría porque hace unos días escuchó su nombre, en los pasillos de la facultad de filosofía. Así que ambos conocerían el nombre del otro. Y después, cuando le preguntara si quisiera algún día salir a tomar un café, ella lo vería y mediría por un momento y diría que sí, que con gusto. Y hablaría con verdad.

Pero esa voz no está aquí. Está en otra parte, en un bosque oscuro, y no sufre por las mujeres, ni escucha águilas.

Saturday, September 25, 2004

Relato de un día lleno de emociones y aventuras

En esta ocasión no se me ocurre nada precisamente ahora, generalmente tengo una idea vaga de cómo empezar o qué escribir, pero en esta ocasión tendré que regresar a ese truco de escribir un rato sin detenerme hasta que algo bueno salga. Generalmente esto no trae demasiados beneficios, o los beneficios son muy pocos comparados con el esfuerzo o la cantidad de estupideces que escriba justo antes de que consiga algo que me parezca bueno (cosa que, por otro lado, no es garantía de absolutamente nada). Me detendrá ahora para meditar este punto.

Hoy creí que iba a leer todo el día, pero no lo hice. Vi la televisión durante la gran parte del tiempo que estuve despierto. Intenté dormir un rato después de comer. Comí solo e intenté dormir solo. Es decir, me fui a la cama solo, pero no pude dormir. No quiero decir que haya intentado no dormir con alguien en específico, sino que después recordé que tenía que transcribir una entrevista a esta computadora. Así que no dormí. Cuando terminé lo que debía hacer, regresé a la sala de televisión y vi más televisión. Vi una película que ya había visto y a poco rato me aburrí.
Les cuento esto para que sepan cómo soy en la cotidianeidad. Como lo hace Vila Matas en su libro que es una novela que parece un diario. De la misma manera que dice Vila Matas que lo hiciera Gombrowicz, en su diario. Nada nuevo. Todo viejo. Siempre igual. Nada cambia.

Thursday, September 23, 2004

Epidermis

Estudié filosofía durante cuatro años. Los cursos que no se presentaban con un método apodíptico eran, en general, una revisión histórica y puntual de los pensadores más destacados y sus doctrinas. A estas exposiciones, yo reaccionaba. En ese sentido, todo era una constante solución de problemas o al menos una invitación a enfrentarse a los autores desde nuestro propio punto de vista. Nuestro propio punto de vista, el mío al menos, no era sino aferrarse a una postura y tomarlo todo desde ahí. Mi formación filosófica pretendía ser realista. Así que mi postura era realista. Así que enfrentaba las distintas corrientes filosóficas y sus revisiones desde una visión realista. Y era como ocupar cuerpos dormidos durante unas cuantas horas al día, ser un parásito de nueve a dos de la tarde. Y después, podía regresar a casa y leer un rato otras cosas que poco tenían que ver con la carrera. A la larga, tuve que llevarme esos cuerpos conmigo y ver todo a través de los ojos vidriosos de los cadáveres que ocupaba.
El cadáver que ocupo más a menudo es el de Aristóteles. Cuando me parece divertido, el de Heidegger. El de Hegel lo llegué a usar pero es un poco pesado y apesta a humedad. El de Kant no me queda, es un poco demasiado estrecho. Me aprieta en la cintura. El de Nietzsche lo uso sólo cuando salgo a beber con mis amigos, pero llama demasiado la atención. Cuando lo uso, igual que el de Kierkegäard, me siento una especie de fashion victim.
A Hannah Arendt la uso de cinturón, para sostenerme los pantalones.
A Steiner para vestir decentemente, lo mismo que a Tomás de Aquino.
Pero lo que más me gusta es encerrarme en mi cuarto y encuerarme, leyendo literatura. Esto no es ningún secreto, pero es cierto que así no puedo salir a la calle. Sería un poco bochornoso. Así, en cueros, no me duele la cabeza ni me siento responsable. Me siento vulnerable y un poco animal, así. Y cuando hago esto, me imagino que no hay escapatoria, que un ave de rapiña podría desgarrar mi piel, si quisiera. Que sufriré un poco más, especialmente cuando haga frío. Pero está bien. Tengo tiempo para perder. Al menos una vida. Debo irme. Tengo comezón y ganas de rascarme.

Listas

A continuación, un listado de las cosas que me duelen.

1. La espalda.
2. Una cortada que tengo en la barba.
3. La cabeza.
4. El pecho.
5. Los pies.

Ahora, un listado de las cosas que me huelen.

1. El pelo.
2. El dedo.
3. Las axilas.
4. Los pliegues de piel de donde desprendo sudor.
5. Los pies.

El par de niñas guapas que conozco, o mejor dicho, el par de niñas que me parecen guapas y que conozco, además son listas. Quizá más listas de lo que son guapas. Sin embargo, he conseguido hacerles creer que me gustan porque son guapas y no precisamente porque sean listas. También me gusta verlas correr. Pero esto sólo lo he visto un par de veces. En sus marcas. Listas. Fuera.

Dios, esto es terrible. Y tonto. Ahora, una lista sobre cosas tontas que he hecho:

1. Creer en la literatura.
2. No rascarme cuando tengo comezón.
3. No hacer actos valientes, pero sí desesperados.
4. Hacerle creer a las personas que soy inseguro.
5. Ser inseguro.
6. Olerme los pies.

Monday, September 20, 2004

Ahora hablaré un poco sobre las lecturas que hice el día de hoy. Terminé Bartleby y compañía de Enrique Vila Matas y empecé El mal de Montano. También empecé Mantra, de Rodrigo Fresán, pero no avancé tanto como en El mal de montano en el que, a la vez, no he conseguido avanzar tanto como lo hice con La montaña mágica, de Thomas Mann, que cada vez se me dificulta más. He disfrutado enormemente estas lecturas y provocan en mí unas ganas incontrolables de no querer escribir nunca más.
Pero me controlo.
Hago lo que puedo.
Lo que no puedo hacer, lo intento. Dos ejemplos: Vivo y me relaciono con las personas. De vez en cuando me enclaustro en mi casa y sueño con enclaustrarme en mi casa, pero en una casa que sea mía del todo, donde pueda leer tanto como leo aquí, sólo que solo, y mejor. Pasan días y escribo un poco y bebo agua y como y hablo con mis hermanas o con mis padres y todo está bien, todo es familiar y saludable. Pero en mi cuarto algo me aguarda, por las noches. No es nada siniestro ni filoso o peligroso, son mis libros. Así que entro a mi cuarto, me despido de mi familia, o les deseo un buen sueño, y leo hasta entrada la noche y me gustaría decir que la madrugada, pero entrada la madrugada hago otras cosas que tienen menos que ver con la literatura que con escribir. Pero antes de que las cosas que hago en las madrugadas sucedan, sueño con estar en otra parte, como la mayoría de las personas lo hacen. Otra parte donde las cosas no son tan distintas a como lo son aquí, a no ser porque ahí, en esa otra parte, a pesar de que todo es igual, no se desea estar en otro sitio.
Sí, a veces deseo eso. Es lo mismo que prometen todas las visiones trascendentales, todas las religiones, después de la muerte.
Pero esa existencia no me será concedida en vida. Así que hago lo que puedo. Son, en ocasiones, actos desesperados, actos donde ya no guardo esperanzas para mí. Muy bien. Ahora, siguiendo el consejo de un amigo, un buen amigo, un gran amigo, el mejor amigo, entraré al vacío con los ojos abiertos, me arriesgaré y caminaré manteniendo un frágil equilibrio: El acto de desesperación más reciente que hice fue precedido por el mismo acto desesperado, pero que terminó en un fracaso. Aquél primer acto desesperado, que quizá fracasó porque tuvo un elemento de meditación, hoy puedo recordarlo con un poco de gracia.
Dios, esto no va a ningún lado. Esto de regresar al pasado y pensar en las niñas y en las mujeres y en el rechazo y en caminar con determinación hacia una persona en particular, una persona no muy especial pero en ese preciso momento especial y salvadora, una persona que podría redimirme en sus brazos, redimir y anular cada uno de los momentos de rechazo que se vivieron en la penosa adolescencia; en la penosa y aburrida y tediosa adolescencia donde uno iba con los amigos para contarles una y otra vez los rechazos y las historias a las que uno, yo, se aferra. Aquella vez, frente a la espalda de aquella persona, sin detenerme, me di una vuelta en U. Le iba a preguntar si quería ir a tomar, algún día, un café o un refresco o una malteada o un helado. Pero no lo hice. Regresé a la clase de la que había salido y pensé, aliviado, que quizá así fue mejor. Uno finalmente tiene ganas de hacerlo, pero en el último momento, se arrepiente.
-¿Cómo van las mujeres?, le pregunto a un amigo. Un amigo que además es ingenioso, así que temo que me contestará algo así como "Las mujeres van bien, por la acera, las puedo ver caminar y mover las caderas".
-Van bien, me contesta, para mi sorpresa.
Y me alegra que vayan bien, las mujeres, con él, porque a veces sospecho que compartimos las mismas enfermedades e inseguridades. Me gusta pensar eso. Me hace la vida más fácil pensar que todos estamos igual de mosqueados.
Claro que después de un rato me dice: "Bueno, pero hay algo que no funciona".
A las mujeres que conozco se les dificulta recordarme. Tenía un amigo, en la primaria. Sigo viéndolo, pero no puedo decir que seamos los mismos amigos que éramos en la primaria. Éramos unos niños. Su hermana era una niña. Esto es claro. No me gusta complicar las cosas. Ahora él me recuerda y me saluda cuando nos encontramos, incluso nos recordamos episodios de nuestra infancia. Yo tiendo más que él a recordar cosas penosas, quizá por eso ya no somos amigos, o tan amigos como lo éramos antes. Principalmente porque todas esas cosas bochornosas, generalmente, lo tienen a él como protagonista. Y porque las relato con un tono burlón. Entre ellas está la ocasión en que no llegó al baño de mi casa, tenía diarrea; o la vez en que, en un accidente (un matiz que generalmente omito cuando se lo recuerdo), tiró a su hermana por las escaleras y le quebró una pierna. Además de su hermana, que ya no me recuerda cuando la veo o me la encuentro en la calle, tiene un hermano que a veces me saluda y a veces no. De su hermano lo que más recuerdo es que tenía un águila entrenada a la que tuvo que liberar años más tarde, pues había crecido demasiado y ya no podía tenerla en casa. Tenía un guante para águila y un gorrito especial que le ponía en la cabeza y que siempre me hacía pensar en pilotos de guerra. Le daba de comer pollo crudo. Me gusta pensar que su águila se llamaba Mordecai y que su hermana en realidad sí me recuerda pero prefiere no saludarme porque soy el amor de su vida al que nunca se atrevió abordar. Por supuesto, su águila no se llama Mordecai.
Otro acto desesperado: Decido que no habrá manera de conocer a una niña que siempre había visto en la universidad. La veía e imaginaba maneras en que podría conocerla. Le pregunto a mis amigos y a mis amigas si la conocen. Algunos me dicen que sí pero por alguna extraña razón, deciden que no es buena idea que la conozca. Así que un buen día decido entrar corriendo a su cubículo y desmayarme. No, en realidad no me desmayé, ni entré corriendo, pero sentí un calor intenso y una prisa desmedida por preguntarle si estaba ocupada. Quería conocerla. Se soltó a reír y yo estuve a punto de soltarme a llorar. Pero no lo hice, porque no me dio tiempo. Me dijo que era valiente. Y desde que la conzco, lo ha repetido dos veces. "Qué valiente", dice, y me siento perdido, como me sentí perdido cuando escuché si risa por primera vez. Nunca he tenido el valor de preguntarle por qué considera que soy valiente. Esto es terrible. Terrible y cursi y ojalá un buen día las águilas bajen para tragarnos enteros y nos lleven a ese otro lugar donde los deseos son deseos y no esperanzas, y las letras sean letras y sólo letras; o si no puede tragarnos, que al menos nos pregunten si nos encontramos bien y no nos de pena decir que no. Que estamos un poco tristes. Y ojalá el día se termine pronto.

Sunday, September 19, 2004

Hay águilas

Vivo. Donde vivo viven otras personas y otros animales. Sobre la copa de uno de los árboles donde vivo, el más alto, vive una familia de águilas. Y las escucho. De vez en cuando las puedo ver, pero el follaje del árbol es demasiado espeso y la distancia hace que las águilas, desde mi casa, se vean demasiado pequeñas o que, simplemente, no se vean.
Mi hermana le teme a estas águilas, teme que un día bajen volando para arrancarle los ojos.
Miento. En realidad no teme que le arranquen los ojos, pero me gusta pensar que eso es lo que teme; la verdad es que no sé precisamente por qué le teme a estas águilas.
Tengo dos hermanas. Ambas son mayores que yo. La más grande no le teme a las águilas y se llama Rayo. María del Rayo, para ser más precisos, pero siempre ha preferido que se le llame Rayo. Supongo que la hace sentir especial. Y lo es. Quiero mucho a mi hermana Rayo, y a la otra, a Mónica, también. Quizá tanto como a mis padres, o quizá de un modo distinto. Es un amor fraternal, el que le tengo a mis hermanas, y un amor filial, el que le tengo a mis padres. Esto es claro.
En una ocasión una persona me dijo que, en su opinión, el amor era semejante a los árboles. Era una muy mala analogía, pero la expondré: el amor, decía, crecía en distintas ramificaciones con todo tipo de hojas, pero que, finalmente, eran parte de un mismo tronco. Temo que lo que realmente quería decir esta persona, que era mayor que yo y del mismo sexo, era que le daba igual con qué tipo de amor amaba, pues el amor era igual siempre entre las personas. Que, en otras palabras, a él le venía dando lo mismo comer almejas que comer ostras, porque, a fin de cuentas, ambos era moluscos.
Esto ya no es tan claro.
Homofobia a parte: en el lugar donde vivo, decía, viven unas águilas y estas águilas tienen a sus aguiluchos. De vez en cuando, las águilas toman a sus aguiluchos con sus picos o con sus garras, los sacan del nido y los arrojan al suelo. Si los aguiluchos no emprenden el vuelo antes de caer, las águilas las rescatan en el último momento. Es un gran espectáculo. Y temo que siempre que lo vemos, mis hermanas y yo, en el fondo estamos esperando no precisamente que los aguiluchos consigan volar, sino que se estampen contra el adoquinado del fraccionamiento donde vivo.
Ay, la crueldad humana.
Por supuesto, esto nunca ha sucedido. Pero tampoco han volado, así que aún hay esperanzas.
En Nocturno de Chile Roberto Bolaño relata, entre otras cosas, cómo es que su personaje, un sacerdote del Opus Dei, se pasea por distintas parroquias de Chile donde los párrocos ejercitan el arte o la disciplina de la cetrería. Como estas parroquías están infestadas de palomas, que cagan sobre la arquitectura, deteriorándola irremediablemente, a los párrocos de cada una de ellas les parece una buena idea conseguir un águila y entrenarla para que vuele sobre las torres y entre las campanas, sobre las estatuas de santos y cruces, derribando y cazando a todas las palomas que encuentre en su camino.
El título original de Nocturno de Chile, como todo mundo sabe, era Tormenta de mierda; y es un gran libro.
Pero no dejemos que Bolaño nos haga daño. Hablemos de otras cosas. De otras personas y otros animales que viven cerca de donde lo hago yo.
Alguna vez tuve un perro Yorkshire miniatura. Ahora está gozando de unas vacaciones indefinidas. Se fue mucho antes de que las águilas llegaran, lo cual, pensando en que yo aprecio mucho a ese perro, fue para bien. No consigo imaginar qué haría, además de gritar como un desaforado, cuando las águilas bajaran de su nido de águilas para tomar con sus garras de águilas a mi perro, que se llama Idéfix. Lo despezarían en el aire, como Idéfix despedazaba a las lagartijas que reptan en mi patio.
Algunas veces, cuando regresaba de la universidad a mi casa, me encontraba con uno de mis vecinos paseando en el fraccionamiento. Siempre iba acompañado de un empleado que lo tomaba del brazo, en una manera poco homoerótica, y lo llevaba de un extremo del fraccionamiento al otro. Cuando caminaba a su lado, le decía: "Buenas tardes" y siempre tardaba en contestarme. Este señor es un psiquiatra y atiende a sus pacientes en su casa. Es amable y, me gusta pensar, bondadoso. Cuando vivía en Celaya, muchos años atrás, uno de sus pacientes le arrancó los ojos. Yo iba a terapia, antes. Pero con otro psiquiatra que también era amable. Michel Houellebecq decía que todas las personas que se analizaban terminaban siendo egoístas y dejaban de servir para cualquier tipo de relación basada en el amor o en el cariño. Creo que tiene razón.