Por supuesto, mi amiga sabía muy bien que no estaba en mi caracter hacer cosas motivado por un fuerte espíritu de aventura. Así que no está en mi caracter irme de Roma a París en el tren nocturno y gastarme, definitivamente, los ahorros que destinaría para El Inquilino. Así que no tomaría el tren nocturno ni conseguiría cama porque, como era de esperarse, el tren estaría atiborrado con turistas como yo y buenas y sensibles personas que quieren llegar a París para navidad. De ser así, por supuesto, sería un suplicio. En algún momento de la noche, que pasaría en un pasillo entre dos mochileros que ocuparían todo el espacio disponible con sus sleeping bags extendidos, entraría la policía de customs con sus perros y sus laptops y me pedirían mi pasaporte --que, seguramente, no encontraría porque estaría hasta abajo de mi mochila, una jodida mochila que habría de haber organizado en ningún momento por estar corriendo de un lado a otro. Estas cosas, de haber estado en mi caracter tomar el tren nocturno Roma-París, sucederían más o menos cuando estuviéramos cruzando los alpinos.
De ser un joven emprendedor, una persona que sale al mundo y no se queda encerrado en su cuarto en Roma, pasaría horas medio dormido en el tren hasta que el sol entrara como una explosión puesta en pausa por los ventanales de los pasillos y buscaría, probablemente, un asiento libre en otro de los compartimientos donde terminaría, de nuevo, You shall know our velocity. Conocería a un australiano que se llamara Dirk. Le preguntaría, estúpidamente, si conoce a Diana Palaversich, una australiana lectora de Bolaño y amiga de Villareal, un amigo; pero, por supuesto, a menudo olvido que Australia, la isla, también es un continente. Así que Dirk me vería un poco con cara de "No, después de todo Australia es un país enorme". Así que cambiaríamos de tema, si yo estuviera ahí, y le preguntaría sobre la sobrepoblación de liebres. Y le contaría sobre la sobrepoblación de tejones en China (Xian Yang) que intentaron solucionar criando ¡águilas! Así que eso, irremediablemente, nos llevaría a Dirk y a mí, al problema de la sobrepoblación de águilas que tienen ahora algunos pobres chinos. Reiríamos horrores. Y Dirk estaría visitando a su novia en París. Y guardaríamos silencio. Y luego comeríamos algo, el sándwich de queso frío más caro del universo, en el bagón-comedor.
De animarme, me hubiera despedido de Dirk, casi sin querer, en la estación y caminaría hacia Mont Martre donde vería un bonito amanecer. Luego buscaría un hotel que se acomodara a mis precios en el barrio latino y me obligaría a preocuparme hasta más tarde por cambiar mi boleto y por hablarle a mis padres y explicarles porqué no estaría en México para Navidad. Mis padres se enojarían, me gritarían o se sentirían muy desilusionados y esperarían que estuviera de vuelta para año nuevo. Seguramente eso harían. Así que, sabiendo esto, la preocupación por hablarles no sería demasiada y me dispondría a buscar el nuevo libro de Houellebecq en alguna de las librerías de Saint Germaine (la de Taschen aún no estaría abierta), pero no lo encontrarías, así que compraría uno de sus libros de poemas (La sense du combat), que, por supuesto, no entendería y seguramente tendría que regalárselo a alguien.
¿Vería el Sena? Sí. ¿Me emocionaría? Un poco. ¿Me sentiría parte de una novela? No hasta dar con la calle Veneu. ¿Cómo sería este sentimiento? Ligero, pasajero, vano.
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