La Universidad de los Payasos aceptaba estudiantes de todo el mundo y todo el que entrara, después de un riguroso proceso de selección, se sentía muy orgulloso de ser parte de esta buena y agradable institución. Podríamos usar aquí la expresión "los estudiantes de la Universidad de los Payasos se ponían, pues, la camiseta", pero en realidad no se ponían la camiseta sino los grandes zapatos de payaso, las largas o chatas narices rojas, el maquillaje, los pantalones bombachos y de cuadros y, de vez en cuando, algunos tirantes.
Se trataba de un grupo de buenos payasos. Algunos más talentosos que otros, pero en general eran buenos payasos. Con esto no queremos decir que fueran especialmente graciosos o diestros en el arte del malabarismo. Pocos eran guapos. Y los que lo eran, pronto abandonaban sus estudios de comedia para dedicarse al trapecismo. Oh, qué bellos trapecistas, se veían tan atractivos en sus mayones con lentejuales. Los payasos, por su parte, eran bondadosos. Les encataba esta cualidad suya, se regodeaban en su superioridad moral. Buenos, agradables, fieles payasos. Ahora, para comprender un poco mejor sobre su carácter: De entre las anécdotas favoritas de estos payasos, se encontraba aquella que tanto le gustaba contar a Kierkegaard. Una aldea arde. Todo mundo está ocupado en apagar el fuego. Así que mandan al único inútil del pueblo que no puede hacer nada realmente contra este fuego para que pida ayuda en la aldea vecina. El payaso, orgulloso y decidido a llevar a cabo esta misión, corre al pueblo vecino, grita por ayuda, les implora que lleven sus cubetas de agua, sus bomberos, ¡ayuda!, pero oh desgracia, todos creen que se trata de una broma. Que se trata, en fin, de un payaso que grita. El fuego no se detiene. Al contrario, se propaga.
Ambas aldeas se reducen a cenizas.