El pasado 22 de junio se inauguró una exposición en la galería Divus (Praga) a propósito del Libro Vaquero titulada The Good, The Bad & The Sexy, curada por mi estimada amiga Marisol Rodríguez, a quien pueden seguir acá.
Marisol tuvo a bien pedirme un texto en torno al LV con ocasión de esto.
Por el puro gusto, lo comparto a continuación (es un poco extenso).
***
El
vaquero enaltecido
Algunas
veces permitirás que el dinero interfiera
con
tus nociones sobre lo correcto.
Charles
Portis, True Grit
La
historieta del Libro vaquero,
hoy una marca propiedad de HeVi editores, ha sido reconocida principalmente por
el alto tiraje que posee y la historia de “éxito editorial” que representa en
México. Actualmente vive, debe decirse, de glorias pasadas, cuando además de
este título se publicaba en tándem El libro semanal, Frontera violenta, Novela policíaca, Policíaco de color, Joyas de la literatura (que aunque llegó a adaptar el Decamerón y clásicos shakesperianos, principalmente
adaptó novelas decimonónicas) y Hombres y héroes.
Se
conoce la cifra: semanalmente, circulan alrededor de 400 mil ejemplares en la
República. Un número admirable incluso cuando se le compara con el tiraje de su
mejor momento: durante la década de 1980 alcanzó a tirar 1.5 millones de
ejemplares semanalmente. El formato (un libro de bolsillo de 13 por 15.5
centímetros, coloreado en computadora, producido a maquila) tuvo tal éxito que
pronto aparecieron imitaciones como Hazañas vaqueras, Joe Treviño, El libro del oeste, La ley del oeste justiciero y las sobrevivientes La ley del revólver, El solitario y El pistolero, sin contar, por supuesto, la ingente
cantidad de títulos pornográficos y “sensacionales” que finalmente saturaron el
mercado en la década de 1990 (hoy, por cada título de El libro vaquero, los puestos de periódicos exhiben otros
quince de formato similar, pornográficos).
La
saturación ha llegado a tal grado que por “libro vaquero” el público en general
entiende que se habla de historietas sensacionalistas, violentas y
pornográficas. “La penetración” (es el término utilizado) que tiene el formato
en el lector mexicano de a pie es bien conocida (pueden consultarse cifras en hevi.mx).
Tanto así, que el gobierno mexicano ha comprado el servicio de publicaciones a
la medida a través de los cuales ha publicado guías para el emigrante (una
incitación a la migración, de acuerdo a los Estados Unidos de América),
apologías de proyectos de PEMEX como la cuenca petrolera del complejo
Chicontepec, en Veracruz o El vaquero de Sonora, la “verdadera historia” del empresario y
político priísta Alfonso Elías… Una aclaración al respecto es necesaria. El libro vaquero es una publicación independiente de los
servicios editoriales que ofrece la casa editorial que lo pone en circulación,
y está lejos de ser un producto pornográfico. No por ello, empero, deberíamos
caer en el oxímoron de llamarlo un “clásico popular”, como algunos entusiastas
lo han llamado: es claro que es un producto comercial, marcado por su mercado.
Aunque podemos admirar la estética de sus llamativas portadas, que beben del ethos de las viejas revistas pulp norteamericanas, debe decirse que la intrínseca
relación que tiene este tipo de historieta con el mercado es congruente con la
historia del género al que pertenece, el western. Este género popular, como la mayoría de
los subgéneros, ha encontrado en sus constricciones y bien establecidas normas un
campo para el despliegue de la producción creativa, alcanzando cimas en la obra
literaria, por ejemplo, de Cormac McCarthy, Charles Portis y bastante de lo que
en México se conoce como la “novela de la revolución”, desde las obras de
Martín Luis Guzmán, pasando por Cartucho de Nellie Compobello, el Pedro Páramo de Juan Rulfo o ciertas obras de Daniel
Sada. Obras, en suma, que han poblado yermos páramos violentos con una atención
al lenguaje inusitada y compleja, así como, en algunos casos, un humor desternillante.
Sería,
empero, faltar a la realidad llamar al Libro vaquero una cima de la literatura. Pero ello no
supone que no debamos prestarle la atención debida.
Aquí
el argumento de Éxodo de pistoleros,
el número 1525 (año xxxii) del Libro
vaquero: Samantha Lissner,
una prostituta que ha alcanzado cierto nivel social a través de dinero
ahorrado, contrata a una serie de pistoleros para cazar al bandolero Paul
“Epitafio” Cody. Los pistoleros contratados, a lo largo del relato, se eliminan
entre sí a través de una serie de demostraciones de bravuconadas y ambiciones
desmedidas. Cody, en cambio, se ha reformado. Ha visto suficiente sangre. La
última persona a quien asesinó fue al hijo más joven de Lissner, mientras éste
intentaba vengar a su hermano quien, claro, también había muerto, tiempo atrás,
bajo el revólver de Cody. En el pequeño pueblo al que el pistolero reformado se
ha retirado se enamora de Jenny Dumas. Atención: el enamoramiento entre ambos
personajes ocurre cuando Cody descubre que el hermano de Jenny, Ralph, la
golpea. Ahora bien: es el hermano de Jenny quien finalmente entrega a Paul ante
Lissner. En el ínter, Ralph asesina a su hermana. Cody mata, consecuentemente,
a Ralph. Finalmente, Lissner y Cody se matan entre sí. De tal forma, como si fuera
una tragedia griega, al final del relato de apenas 96 páginas, todos los
personajes han muerto.
Esto,
claro, es lo que se conoce como un melodrama. Un género que ha sido explotado
hasta el cansancio en el producto popular más importante (por su presencia
mediática), en México: las telenovelas que, hasta el día de hoy, han sido
transmitidas por Televisa y TvAzteca, las únicas televisoras de México. Sus
productos constantemente reseñados por el proyecto editorial más relevante (de
nuevo, por su alcance) de México: TVyNovelas.
Un
melodrama, en la Grecia antigua, era una pieza dramática acompañada por música.
Es decir: una obra en la que los aspectos patéticos (de πάθος, pasión) eran enaltecidos
por un elemento externo a la narración. ¿Cuáles son las pasiones que
generalmente son enaltecidas en un melodrama? Las tristes: avaricia, lujuria,
venganza, rencor… Así, en el caso particular de Éxodo de pistoleros,
una historia de amor zanjada por una historia de venganza se ve enaltecida por
el género particular en el cual se ha visto enmarcada: el western.
¿Es
el western el subgénero
más pobre en el horizonte de subgéneros? No nos apuremos a afirmarlo, la salud
de un subgénero a menudo está acompañada por las sopresas que ofrece cuando
hemos decidido pasarlos por alto. La novela negra y de detectives ha sido
celebrada en gran parte por el despliegue de juegos lógicos que algunos de sus
autores alcanzaron, así como por la elasticidad que tuvo el género ante una
serie de reformadores: de las crestas que representaron Poe, Chesterton, Agatha
Christie o Arthur Conand Doyle, el género se mudó, saludablemente, hacia la
novela hard boiled
emprendida por Raymond Chandler, Cornell Woolrich, Dashiell Hammet o Erle
Santley, amén de sus múltiples adaptaciones en medios masivos (por no hablar de
las cimas literarias del siglo xx
que retomaron algunos de sus tópicos, como las novelas de Samuel Beckett, o el
tratamiento que autores contemporáneos como David Markson o John Banville
hicieron del género).
Puede
dibujarse de la novela de crimen una rama que proviene de la novela de gótica y
de la rica literatura fantástica para llegar al relato de terror extraño (en el
que Poe también tuvo un lugar seminal, así como H.P Lovefract, Machen o
Blackwood).
No
hablemos, en fin, de la ficción prospectiva o de ciencia ficción, quizá el
lugar más fértil para la literatura utópica (como lo muestra incluso la
narrativa rusa contemporánea) que, a la fecha, continúa dominando el ideario
popular a través de distintos medios masivos.
Pocos
subgéneros han sido tan tautológicamente definidos como el western. Esencialmente, se trata de una historia
relatada en el oeste.
Con mayor precisión, en el viejo
oeste, es decir, en un periodo de tiempo que abarca, aproximadamente, desde la
Guerra Civil norteamericana hasta los albores del siglo xx. La definición también supone un marco geográfico, a
saber, desde el oeste del río Misisipi hasta el norte del Río grande. El género
fue popularizado por el cine norteamericano (en obras de realizadores como John
Ford, Howard Hawks o Sam Peckinpah) que prácticamente nació con él. Como es
bien sabido, Asalto y robo de un tren, de 1903, fue el primer filme en América que presentó un arco
narrativo, lo cual no deja de ser significativo pues supone, para decirlo
pronto, el nacimiento de una identidad nacional, marcada por la confianza en el
progreso, el individualismo y la salvación a través del trabajo.
Por
supuesto, el género ya existía antes de que fuera masivamente popularizado por
el cine, como una especie de obra literaria testimonial que explotaba “leyendas
vivientes” (figuras como Búfalo Bill Cody, por ejemplo) pero también en obras
como la de James Fenimore Cooper (admirado, a su vez, por otro escritor que
también fue decisivo para la novela decimonónica, Balzac). La pericia de
Fenimore Cooper consistió principalmente en alterar los escenarios de las
novelas europeas de la época para colocarlos en escenarios americanos. Cooper
retomó la siempre problemática noción del salvaje noble, principalmente en El
último de los mohicanos,
cuya pareja dispareja conformada por el cazador blanco y el indio Chingachcook,
prefiguraría las relaciones fraternas de, por ejemplo, el Llanero solitario y
su compinche Tonto, de Francis Hamilton Striker, u Old Shatterhand y Winnetou,
de Karl May).
Incidentalmente:
El último de los mohicanos
se adaptaría al cine en 1992 por Michael Mann, como parte de la patada de
ahogado que viviría el género a principios de la década de 1990 (que también
vio Danza con lobos, en
1990, y Unforgiven, de
1993). Aunque la televisión acabó con el boom del western en el cine de los Estados Unidos, a finales
de la década de los cincuenta la programación norteamericana tenía al menos 10
títulos que eran del género –por no hablar de su presencia en otros medios de
menor alcance, como el cómic, o las posteriores bastardizaciones que,
inevitablemente, también terminarían por llevar, una vez más, a las masas de
vuelta al cine (esencialmente, el spaghetti western, en la década de los setenta, y que sería
responsable de encumbrar a la última estrella del género, Clint Eastwood).
Fue
en la década de 1990 cuando me percaté por primera vez de la existencia del Libro
vaquero. Ciertamente no fue
la primera vez que escuché de ellos y seguramente tampoco la primera en que los
vi (como he dicho, su presencia en los kioscos de periódicos mexicanos ha sido,
al menos a lo largo de mi vida, prácticamente omnipresente) pero sí fue cuando
les presté atención. Estudiaba apenas mi segundo año de preparatoria y algo
similar a una especie de conciencia, acompañada de las primeras punzadas
sexuales dirigidas, se apoderaron de mí. Me encontraba, recuerdo, en algo que
en mi escuela se llamaba “asesoría académica” (una entrevista con nuestro tutor
particular donde se revisaba nuestro progreso escolar) cuando una serie de
historietas emergió del cajón de mi profesor de preparatoria. Mi maestro de
lógica y ética, a saber. He olvidado de qué hablábamos pero recuerdo que me las
mostró como una especie contraargumento –estábamos, seguramente, discutiendo
sobre la noción de alta y baja cultura. De tal modo, me doy cuenta ahora, de
que la persona que me enfrentó a la historia del pensamiento clásico por primera
vez, fue también la primera en enfrentarme, seriamente, a algunas de las
producciones más bajas del pensamiento. Pues, atención: El libro vaquero está caracterizado por enaltecer pasiones,
y no precisamente ideas. Quizá una de las razones por las que me mostró aquél
grupo de historietas (entre ellas, en efecto, El libro vaquero, pero también algunas de aún peor calidad)
fue para escandalizarme. Todo debe decirse: yo estudiaba en una escuela
católica, privada, a cargo de la prelatura laica del Opus Dei, sólo para
varones. Pero mi profesor era un buen profesor. De algún modo me estaba
diciendo que era necesario que siguiera embebiéndome de los clásicos y de la
historia del pensamiento filosófico, pero, a la vez, no podía olvidar que
existía un presente, acompañado de sus correspondientes producciones
culturales.
Ciertamente
el género de la historieta mexicana tiene sus limitantes y puntos flacos, pero
a la vez son los que los han hecho populares. ¿Qué dice, pues, la popularidad
del western de nosotros?
Personalmente, nunca he encontrado mucho placer en las obras que habitan
cómodamente géneros establecidos: lo que ha sido producido con facilidad, se
consume con facilidad. T.S. Eliot señaló alguna vez que un artista crea el
gusto por el cual será disfrutado. Me temo que si vamos a buscar un buen western, no podemos volver nuestros ojos a los
argumentos propuestos por El libro vaquero, esencialmente porque el interés principal de este producto no
radica en renovar el género sino en atenerse estrictamente a sus tópicos (si
sirve el formato y el argumento, ¿para qué cambiarlo?). De acuerdo con el
escritor de westerns
Frank Grüber (1904-1969), quien también escribió historias de detectives, los
tópicos del género son: la historia de los indios y la caballería; la historia
del Union Pacific o Pony Express; los hombres que regresan a su tierra; la
historia del imperio del ganado; la historia del Hombre de Ley; la historia de
venganza; la historia del bandolero.
Sería
injusto, sin embargo, afirmar que El libro vaquero mexicano no ofrece diferencia alguna de los
argumentos que poblaron las novelas decimonónicas dedicadas al tema:
finalmente, colocó en su centro a la mujer y al sentimiento del vaquero. Se
añadió así su figura a la de los héroes, los bandoleros, los indios y la gente
del pueblo, personajes poseídos por características como una energía
inexhaustible, experiencia práctica y un marcado sentido de individualismo. En
suma, en hacer del western
un melodrama, con narrativas amorosas. No es la primera vez que dos géneros se
encuentran (el western
ha tenido sus roces, en repetidas ocasiones con la ciencia ficción y la
fantasía, por ejemplo, y, ay, con el musical, como en las películas de Gene
Autry, para algunos el nadir del género).
El
libro vaquero, además,
consiguió superar el dañino punto de vista maniqueo que caracterizó al género
durante mucho tiempo, a causa de la influencia del alemán Karl May. La
producción de May (1842-1912) fue notable: 60 novelas entre 1875 y 1910, todas
ellas alrededor del explorador germano Old Shatterhand que, como señalamos ya,
habría de encontrar la amistad del príncipe apache Winnetou. May, como ha
apuntado Maria Hummel, dividió a sus personajes entre blancos buenos y blancos
malos, indios buenos e indios malos. Generalmente en sus historias resultaba
que los indios buenos solían ser de origen germano, mientras que los indios
buenos habían caído bajo el influjo de los misionarios teutones. El núcleo
moral de su historia era este: los que saben, los sabios, deben regir sobre los
ignorantes. Una certeza peligrosa.
¿Debería
sorprendernos que uno de los grandes lectores y fanáticos de May haya sido el
fracasado pintor Adolf Hitler? Es sabido que en su librero, siendo dictador,
tenía un lugar especial para la obra de May, cuya lectura recomendaba a sus
oficiales como una especie de consuelo moral. Su arquitecto, Albert Speer, lo
recordaría en su diario de 1960 de este modo: “Hitler se apoyaría en Karl May
como prueba de todo lo imaginable, en particular la idea de que no es necesario
conocer el desierto para dirigir tropas al teatro africano de la guerra; que
gente completamente ajena, tan extranjera como los beduinos o los indios
americanos eran para Karl May, podrían ser conocidas –su alma, costumbres y
circunstancias- a través de un poco de imaginación y empatía, incluso más que
los antropólogos que los habrían investigado en el campo. Karl May fue prueba
para Hitler de que no era necesario viajar para conocer el mundo”. En efecto,
May no habría de visitar América hasta tiempo después de que la mayor parte de
su obra había sido producida (como ocurrió con el belga Hergé, creador de otro
explorador popular de historietas, Tintín).
En
un número de Kenyon Review
de 1940, como también señala Hummel
el hijo de Thomas Mann, Klaus, señaló que lo que Hitler más admiraba de Old Shatterhand, el personaje de May, era
“su mezcla de brutalidad e hipocresía: podía citar la Biblia con la mayor
soltura al mismo tiempo que jugueteaba con el asesinato; cometía las peores
atrocidades con una conciencia limpia, pues tomaba por sentado que sus enemigos
eran de una ‘raza inferior’ y, por tanto, apenas humanos”.
Este
es precisamente el error al cual nos exponemos al atender El libro vaquero. Comparado con otras obras culturales,
menos vinculadas con el mercado, ¿es una obra menor? Sin duda: se trata de una producción vulgar, son historietas con sentido social,
productos culturales tratados comunalmente y que no son leídos precisamente
porque sigamos a un autor.
Puesto así, en rigor, no suena tan mal. Sentido social. Comunión. Poca atención
al individuo. Ahora, un peligro: en su estado actual, regido por el mercado, El
libro vaquero ofrece el
placer indirecto de experimentar comportamientos antisociales (asesinatos,
violaciones, venganzas, en fin, las pasiones tristes) en un formato que,
esencialmente, es conservador y mantiene el status quo (la naturaleza invariable de la trama y los
personajes, sus fórmulas que en rigor se encuentran en conformidad con modelos
precedentes). Pero nada
nos obliga a permanecer en la disyuntiva de ser un idiota (en el sentido de
consentir el presente sin criticarlo) o un idólatra (que se postra ante las
grandes obras del pasado, tratándolas con el respeto que se debe en un
mausoleo). Es posible intentar ver por encima del vínculo que tiene este
material con su mercado.
Durante
más de tres décadas El libro vaquero continúa la trama que se disparó a partir del punto de
inflexión que supuso para la censura el western The Outlaw (1943) de Howard Hughes. Pero, al mismo
tiempo, padece de los pocos escrúpulos que tuvieron ciertos editores, quienes
de algún modo han explotado ese punto de inflexión hasta sus últimas
consecuencias, vendiendo franca pornografía. Pero, ah, lentamente incluso la
pornografía se vuelve parte de la corriente dominante. Pascal Bruckner,
englobando no sólo a las historietas sino a las novelas de detectives, la
música rock, la ciencia ficción, pero también a la moda y la publicidad, ha
señalado (con un ánimo provocador) que “la era moderna parece haber mantenido a
raya, ad infinitud, los límites de la abyección y la estupidez, pero de una
estupidez que es irrefutable pues ahora posee la profundidad de un abismo, y la
norma es la seguridad en uno mismo. Dado que ninguna clase o élite posee la
capacidad de terminar los cánones de la elegancia o la decencia, se ha dado
rienda suelta a la subcultura mercantilista dirigida por los medios para
imponer sus aproximaciones, su reduccionismo, su tontería”.
¿Pero
es esto cierto? ¿Ninguna clase posee la capacidad para determinar los cánones
de la decencia? ¿Estamos condenados, como Leoncio, hijo de Aglayón, a mirar la
podredumbre como si no tuviéramos control sobre nuestros ojos? ¿Qué supone controlar nuestros ojos? Creo, en suma, que
la apetencia puede ser saciada al mismo tiempo que se presta atención. En mirar
lo que deseamos no necesariamente se encuentra la condena de transformarnos en
bestias. Se debe poner atención a productos de la “baja cultura”, como El
libro vaquero, incluso si
ello supone inyectarle dosis de aristocracia (¡el peligroso gobierno de los mejores!).
En suma, ser sus contemporáneos y enjuiciarlos.