Me siento feliz de volver al trabajo. Tal vez porque trabajar para mí significa levantarme a las nueve, a veces más tarde, entrar a las diez, beber café y darme unas vueltas por la red. Es verdad que de vez en cuando hago algunas cosas útiles, pero no es algo que me gusta presumir; la gente que lo hace, que muestra afanosamente las cosas que han hecho, me recuerda a los niños que le gritan a sus padres, desde el baño, que ya han terminado.
Hace tiempo dormí con tres hombres en el cuarto de un hotel de Xalapa. Dos de ellos eran de mi edad. Uno de ellos olía muy mal y roncaba por las noches. Ninguno se cambió la ropa que había utilizado durante el día para dormir. Aquél día, al llegar a Xalapa, lo primero que hicimos después de llegar al hotel fue bajar al bar a jugar dominó y beber unas cervezas. Después, salimos a comer en una pequeña fonda. Recuerdo que uno de ellos se llamaba Daniel y el otro Alejandro, o probablemente Benjamín. No consigo acordarme del nombre del mayor de ellos, pero sé que su trabajo consistía en visitar escuelas rurales para hacer un reporte del sistema educativo y de su nivel. Era una buena persona. Benjamín (o Alejandro) alguna vez, recuerdo, hizo una escultura a partir de un molde de yeso de su dentadura. Los cuatro escribíamos.
Después de comer dimos una vuelta por Xalapa (estábamos matando el tiempo para que diera la hora en que visitaríamos a Sergio Pitol) y nos metimos a una librería de viejo. Ahí, entre otras tonterías, encontré un libro de un escritor que se llamaba Guillermo Núñez. A todos nos pareció gracioso, pero no tanto. Ya había visto alguno de sus libros, pero en un viaje en crucero que hice con mi familia a Costa Rica. Escribe pésimo. Creo que también es pintor.
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