Entonces, regresando de dar clases paso un rato a la oficina de un amigo, aquí en la universidad, y más tarde subo a la oficina de mi jefe, donde habría de estar esperándome. Al entrar, ¿qué encuentro? A un doctor en filosofía especialista en Aristóteles y algunos filósofos medievales, tumbado boca arriba (o espalda abajo), con las piernas levantadas sobre la silla. Se levanta, me ve como si no quisiera que lo viera, pero al final, supongo, recuerda que me tiene confianza y se acuesta una vez más. En ocasiones es agradable sentirse una especie de apoyo.
¿No es fabulosa la metáfora de la muleta tal y como la utiliza Chris Ware en Jimmy Corrigan the Smartest Kid on Earth?
Hace unos momentos salí de la oficina, me serví un café, platiqué con las secretarias y fuimos interrumpidos por una niña. Tenía algo en su cara y en su cuerpo que me provocó una ligera inestabilidad emocional, porque era muy guapa, pero no sólo eso, parecía una buena persona. Y le costaba trabajo subir las escaleras (traía una muleta; sólo una, así que apoyaba la mitad de su peso sobre ella, y, en fin, era como un caballito herido).
-[huf] ¿Aquí están las profesoras de matemáticas? [huf]
-No, aquí es filosofía, tal vez las encuentres en el piso de arriba.
(Subiendo las de por sí incómodas escaleras de caracol).
-[huf] Gracias. [uf, uf, uf, huf]
Y luego, la secretaria:
-Ay Memonu, ¿por qué no le ayudas?
La secretaria me dice Memonu.
-¿Cómo?
-Al menos la hubieras cargado.
Sí, podría haberla cargado. Era pequeña y seguramente ligera. Dios. ¿Por qué no le ayudé al menos con la mochila? Por un momento lo pensé, pero ya, demasiadas segundas intenciones. Me serví mi café y tomé de las galletas que sobraron del curso que dan para las señoras que vienen temprano por la mañana. Seguro es algún diplomado en la historia de, no sé, Egipto.
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