Tuesday, October 18, 2005

Todo bien

Este fin de semana me invitaron a una fiesta. La fiesta es de un amigo. Mi amigo es novio de una amiga, quien ha sido, a su vez, la única persona que me ha correspondido sentimentalmente. Esto está bien, somos amigos. La fiesta será de máscaras y antifaces.

Estamos cenando, ¿no? Y parece ser que es la hora de contar historias crueles y perturbadoras. Mi hermana cuenta que en África, por ejemplo, están pensando sacar al mercado una especie de diafragma, o de condón, o de cinturón de castidad, realmente no lo sé, que prensa al pene cuando penetra la vagina. Es una medida contra el creciente número de violaciones, aparentemente. No supo bien a bien explicar el mecanismo.
-Ay hija, qué cosa tan fea, dice mi madre, ¿no se enteraron de los tres payasitos que atraparon hace poco?
-¿Payasitos?
-Unos niños de la calle que se disfrazan como payasos. Violaron a una niña de doce años. Luego la niña los denunció y –ay, Memo, ¡qué bonito suéter traes hoy!

Salgo del trabajo, por la noche. En la mañana le había comentado a un amigo que me sentía deprimido. Este amigo es mi jefe, me conoce desde hace tiempo. Me dijo: “Bueno, era de esperarse”. O algo parecido: “El licenciado Núñez insiste en guardarse las cosas”, me dijo. “Juega a la caja fuerte hecha de un material transparente”, dijo, o dijo algo que se le acerca mucho a esto. “Sí, bueno, supongo que sí”, creo recordar que le contesté. No hablamos más.

Pero salgo del trabajo, decía. Es de noche. Los niños de las escuelas vespertinas apenas están saliendo. Y un automóvil acelera frente a mí, sigue su camino, cruzando el semáforo se trepa a las jardineras que dividen el paseo de las Águilas, o como se llame, y se da una vuelta en el aire. No escucho el ruido pero veo las luces y pedazos de la carrocería brincar. No escucho el ruido porque traigo la música muy alta. Las personas que esperaban el camión cerca, corren al auto. Cuando me bajo del mío, también corro. Saco el celular. Estúpidamente marco al 040. Pido una ambulancia. “Aquí es información”, me dicen, “pero le doy el teléfono”. Una patrulla pasa de largo. “¡Sáquenlo!”, escucho. “¡Va a explotar!”, gritan otros. Hay un olor en el aire, como a quemado. Pero no va a explotar, por supuesto. Estas cosas no pasan en la vida real. Veo que los estudiantes, porque son estudiantes, sacan al hombre. Veo la bolsa de aire, desinflada, como un condón usado. El hombre camina y guarda silencio. Temo que de un momento a otro se vaya a desplomar por heridas internas, o algo, una hemorragia, un dolor terrible del que nadie se haya dado cuenta, algo de lo que no puede hablar y sobre lo que, si le preguntaran, mentiría porque prefiere pensar que se siente bien. Al final no pasa nada, regreso a mi auto. Subo la música y acelero rumbo a mi casa.

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