Salgo un momento de casa de mis tíos, evito las miradas de las señoras envueltas en rebosos y camino al panteón donde hace unos años enterraron a mi abuelo y donde en unas horas enterrarán a mi primo. "¿No quieres verlo?", me preguntaron. "No". "Velo, ándale". El tambor que se desprendió de la camioneta que venía en sentido contrario atravesó el parabrisas y lo golpeó en la cara. Muerte instantánea. "No, no quiero". De las tres personas involucradas en el accidente, fue el único que murió. En el panteón, que en esta ocasión me pareció mucho más pequeño que la última vez que lo visité, unos hombres construían o resanaban una lápida. A su lado, un ataud podrido o quemado, negro, hundido con hierbas por los lados. Una lápida, de un hombre que se llamaba Delfino, llevaba la fecha de dos días después de que yo hubiera nacido. Supongo que estaba buscando la tumba de mi abuelo. No la encontré, era imposible caminar entre los apretados pasillos. Quise memorizar más nombres, como lo hacía Rulfo para los personajes de sus cuentos, pero no pude. Me sorprendió la cantidad de niños que están enterrados en el panteón del pueblo.
De vuelta a la casa, mi tía sigue inconsolable. Y mi abuela. Y las hermanas de mi tía, mi madre. En una pared veo enmarcadas las constancias de los múltiples cursos de agronomía a los que fue Raúl, mi primo. "Reconocimiento por asistencia". "Constancia". "Diplomado en el estudio del NAFTA, por la universidad de Ohio". Una y otra vez, enmarcados. Todos. Con vidrio. Alineadas, unas a otras, las muestras de cariño.
1 comment:
qué buen texto. (tienes sólo una inconcordancia en el último párrafo). la muerte, el amor, los grandes temas que nunca se acaban. m.
Post a Comment